Jugando a los bolos con nosotros
El salvaje crimen terrorista de Niza nos conmociona doblemente porque se produce en nuestra casa, no en las tierras lejanas de Mesopotamia
El salvaje crimen terrorista de Niza nos conmociona doblemente porque se produce en nuestra casa, no en las tierras lejanas de Mesopotamia donde atentados continuos y más crueles aún apenas nos hacen fruncir el ceño. Es el territorio de los otros, contra los que, vanamente, tratamos de blindarnos. 14 de julio, fiesta nacional de Francia, fuegos artificiales, estallido del verano, la Costa Azul, el civilizado Paseo de los Ingleses, el epítome del confort de una sociedad libre y rica y hasta hace muy poco segura, patrullada desde hace meses por el Ejército tras los atentados contra Charlie Hebdoy la libertad de expresión, y la matanza del Bataclan.
Basta una mente solitaria envenenada por el virus de muerte a los cruzados, un ciudadano de origen tunecino criado en Francia, tierra de acogida, que alquila un camión de gran tamaño que utiliza para asesinar a 84 ciudadanos derribándolos como si fueran bolos. Un videojuego infernal que demuestra la vulnerabilidad de nuestra sociedad occidental en un mundo global, interconectado, que paradójicamente se ha encogido. Estábamos avisados, los servicios de inteligencia alertaban de un ataque en Francia aprovechando las concentraciones de la Eurocopa y el Tour. Todos son ya objetivos blandos: los aeropuertos, Bruselas, Estambul, las discotecas, Orlando, cualquier celebración feliz.
El yihadismo, bajo las siglas del Daesh o sus múltiples franquicias, redobla sus llamamientos digitales a los infinitos lobos solitarios que viven en nuestras ciudades. Pero las sociedades libres no pueden blindarse si no es a cambio de dejar de serlo. El riesgo es la otra cara de la libertad. Esta guerra cultural, ideológica, asimétrica no se gana militarmente en Siria o Irak, donde se ha recortado el territorio controlado por el Daesh. No es suficiente, la lucha será larga pero debemos sostenerla porque está en juego nuestra forma de vida, a veces injusta, en extremo desigual, pero libre.
Nuestras libertades, que nos permiten criticar sin miedo, vestir como deseemos, bailar, escuchar música, respetar a las mujeres, beber, tolerar a los diferentes. No pueden aterrorizarnos, aunque hoy lo estemos; solo nos cabe blindarnos de nuestro propio miedo. Y gritar: ¡Todos somos Niza y los energúmenos no pasarán!
A este intento de demolición de lo que somos se suma la protesta populista en contra de un mundo incierto. El tsunami provocado por el Brexit, que deshace Reino Unido, y que amenaza con provocar una caída de fichas del dominó en una Europa debilitada, cabalga a lomos de ese populismo que cierra fronteras. Y podría también nublar la opinión del electorado en EE UU propulsando a la presidencia en noviembre al excéntrico Donald Trump. Muy difícil, de acuerdo, pero también hace solo tres semanas veíamos descabellado que Reino Unido largara amarras de la UE. Su gasolina es el miedo a la globalización, al libre comercio, al multiculturalismo. Se nutre de los dejados atrás por la mundialización. La batalla se da ya entre el mundo abierto y el cerrado. Todavía nos queda Hillary.
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