La última travesura de Guillermo Brown
De cómo Gran Bretaña ha pasado a ser la Pequeña Inglaterra
¿Cuándo se jodió Reino Unido? Ocurrió de madrugada, cuando cualquier alerta presagia algo malo. Un gran país se suicidaba democráticamente. Lo escuché en la radio antes de amanecer y lo expresó con lucidez desde Londres una española, la abogada internacional Miriam González, esposa del que fuera viceprimer ministro británico, Nick Clegg. “Podemos estar asistiendo al final de un país”. No ocurre frecuentemente. Sucedió con la URSS; y en los años treinta, cuando la culta Alemania se arrojó en los brazos de Hitler y el nazismo.
Para un anglófilo como yo supuso una tremenda decepción. Incomprensible que un país tan íntimamente ligado a Europa durante siglos diera alegremente un paso tan garrafal. Mi amor por Gran Bretaña fue un virus contraído en mi niñez de los años cincuenta, a través de las extraordinarias aventuras vividas leyendo los libros de Guillermo Brown, de la escritora Richmal Crompton, editorial El Molino, tapas duras rojas. El travieso y pequeño anarquista inglés de 11 años, y sus proscritos; habitante de la Inglaterra rural profunda de la clase media, hijo de la misma generación nostálgica del imperio perdido, que dio la puntilla a Gran Bretaña el pasado 23 de junio.
Mi héroe, en su última travesura, hubiera votado hoy Leave, cambiando Gran Bretaña por la Pequeña Inglaterra.
Setenta y un años después del suicidio de Hitler en su búnker de Berlín, todavía nos preguntamos cómo fue posible que una Alemania tan civilizada, la nación de Goethe y Beethoven, pudiera aceptar y alentar el nazismo. Los europeos jóvenes, incluidos una mayoría de británicos de esa franja de edad, se cuestionarán también en los años venideros cómo la Inglaterra de Shakespeare y Churchill, la que acudió a luchar en el continente para salvar la democracia, abandonó el proyecto europeo, imperfecto, pero el único que puede dar peso y consistencia a Europa en un mundo global.
El populismo y la demagogia han triunfado. Con la ayuda de la incompetente miopía de David Cameron, al convocar el referéndum, y la ambigüedad del peor líder del laborismo han conseguido llevar al desastre al Reino Unido y quizás a la UE. Con el Brexit, los egoísmos nacionales se confirman como la enfermedad crónica de Europa, cuya curación estaba en el ADN del proyecto europeo. Es prioritario evitar que el mal ejemplo sea replicado en Francia, ojo a Marine Le Pen, y a las presidenciales del próximo noviembre en Estados Unidos —con la eventual elección de Donald Trump para la presidencia—, y a Holanda, Hungría, Polonia, o incluso Italia.
La UE debe dar un salto adelante, a dos o más velocidades. Tiene que reinventarse abandonando su actual pasividad de foro de gestión de crisis sucesivas. Pero qué hacer cuando el presidente del Consejo Europeo, el polaco Donald Tusk, afirma que la idea de la UE como una visión única era una ilusión. Sin embargo, soñemos, pero despiertos. Ya tenemos Europa, ahora hagamos europeos, movilizando a la pasiva ciudadanía para exigir a las instituciones de Bruselas y salir del agujero negro en el que nos hemos metido entre todos, con los británicos como primeros actores.
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