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ANÁLISIS
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

El fantasma de 1964

Es desalentador y negativo para la imagen de Brasil ver cómo una ola de indignación callejera le da legitimidad a una iniciativa puramente política

Un manifestante con la bandera de Brasil el 9 de mayo en Brasilia.
Un manifestante con la bandera de Brasil el 9 de mayo en Brasilia. UESLEI MARCELINO (REUTERS)
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The ghosts of 1964

Brasil tiene ahora por delante un reto formidable. Debe explicarle bien al mundo, a sus socios políticos y comerciales en América y fuera de ella, por qué el Congreso depone a Dilma Rousseff, reelegida democráticamente en las urnas hace 19 meses con 54 millones de votos.

¿Qué puede justificar este apresurado juicio y la suspensión? Uno piensa en las grandes recusaciones y dimisiones de la historia, y le viene sobre todo a la mente Richard Nixon en 1974, abandonando la Casa Blanca en desgracia, después de que se descubriera toda una trama de espionaje en las oficinas del partido demócrata en el hotel Watergate. 

A Dilma Rousseff no se la juzga por espiar, robar, enriquecerse o beneficiar a su familia

Esa es la madera de la que tradicionalmente se han alimentado los fuegos de las verdaderas caídas presidenciales en las grandes potencias mundiales. También en Brasil. Es suficiente con recordar que cuando Fernando Collor de Mello dimitió en 1992 lo hizo tras graves acusaciones de tráfico de influencias y cobro de sobornos.

Extraña entonces que a Dilma Rousseff no se la juzgue por espiar, robar, enriquecerse o beneficiar a su familia durante sus seis años en el poder. Por lo que sabemos, la presidenta no se ha llevado un solo céntimo más del que le corresponde por presidir el país, unos 320.000 reales al año.

A la mandataria se la acusa de haber incumplido las leyes fiscales por usar dinero de la banca pública para tapar agujeros presupuestarios, dando la impresión de que las cuentas gubernamentales estaban saneadas antes de las últimas elecciones.

Un país no puede vivir en permanente estado de campaña electoral. Y desde luego no debe regirse a golpe de encuesta de popularidad

Se trata de maquillaje fiscal, puro y duro. Nada nuevo bajo el sol. Son incontables los casos de dudosos ajustes de cuentas en los países desarrollados. Se ha hecho en Brasil, en Estados Unidos, en España y en el resto del mundo, especialmente en años de crisis económica. Y sin duda es una mala práctica por la que un Gobierno debe rendir cuentas, pero no justifica de ningún modo una medida tan drástica como el impeachment.

Lo bueno de las democracias de corte occidental es que contienen en sí mismas unas garantías institucionales para renovar el Gobierno dentro de unos plazos estipulados por la vía constitucional. Si un presidente o primer ministro fracasan en su gestión, él o su partido pagarán el precio en elecciones venideras. Mientras, tienen el derecho y la obligación de gobernar. Es más: un país no puede vivir en permanente estado de campaña electoral. Y desde luego no debe regirse a golpe de encuesta de popularidad.

¿Hay hoy un 61% de brasileños que cree que la presidenta debe ser recusada? De acuerdo. Pero seguro que en 1978 muchos más estadounidenses querían perder de vista al entonces presidente Jimmy Carter, en el contexto de una crisis económica y energética no muy diferente de la que vive hoy Brasil. Y esperaron. Fueron a las urnas en 1980, cuando correspondía, le echaron y eligieron a Ronald Reagan por una apabullante mayoría.

Es, hablando llanamente, una operación liderada por legisladores mucho más sospechosos de corrupción que Rousseff.

Es descorazonador y negativo para la imagen de Brasil ver cómo una ola de indignación callejera ha dado legitimidad a una iniciativa puramente política. Es, hablando llanamente, una operación liderada por legisladores mucho más sospechosos de corrupción que Rousseff. Un dato: más de la mitad de parlamentarios de Brasil tiene problemas con la justicia, con acusaciones de delitos como secuestro, agresión o robo.

Todo esto, aderezado de una verdadera crueldad. No hay palabra que describa mejor el voto que el congresista conservador Jair Bolsonaro depositó hace un mes a favor de la recusación de Rousseff. Se lo dedicó al coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra, responsable durante la dictadura de incontables actos de tortura, entre ellos la de la propia presidenta. Su hijo y también congresista, Eduardo Bolsonaro, votó en homenaje a “los militares del 64”.

Es un drama que un político elegido por el pueblo se permita enarbolar la bandera de 1964. Y le da fuelle a Rousseff y al Partido de los Trabajadores para denunciar un golpe de Estado ante sus aliados internacionales. En aquel aciago año, un destacado diario de Rio exigía en su portada un “gobierno definitivo, apartidario y demócrata”. “No pueden aplazarse las medidas excepcionales que requiere una situación excepcional", proclamaba. Pronto llegó el golpe de Estado militar. Brasil entró en una de las etapas más oscuras de su historia.

Las masas que apoyaban el golpe se atribuían la representación del sentimiento mayoritario. Ignoraban la máxima de que la verdadera democracia obedece a la voluntad de la mayoría, pero debe proteger también los derechos de las minorías, incluidas en este caso las que quieren que se respeten los plazos electorales que permiten, ante todo, la estabilidad de un gigante de Latinoamérica como es Brasil.

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