El año del Estado Islámico
El califato terrorista se proclamó en Mosul el 29 de junio de 2014, tres semanas después de que la ciudad iraquí cayera en manos del autodenominado Estado Islámico (EI), pero ha sido en 2015 cuando el grupo terrorista se ha consolidado y desplegado en toda su potencialidad destructora. Este pasado año la organización que ha venido a suceder y superar a Al Qaeda ha atacado por primera vez territorio europeo, mediante la acción de combatientes solitarios pero coordinados, extraídos fundamentalmente de la tercera generación de inmigrantes árabes en Francia, a la vez que cientos de miles de refugiados que huyen de la guerra civil siria han desbordado la capacidad del sistema de asilo de la UE y desencadenado reacciones xenófobas en todo el continente.
Hay que remontarse unas décadas para fijar los orígenes del EI, perfectamente entreverados con la historia de Al Qaeda. Habría que referirse a las guerras de Irak, las dos, la primera emprendida por Bush padre en 1990 y la segunda por Bush hijo en 2003, y las dos también de Afganistán, la que iniciaron y perdieron los soviéticos tras su invasión en 1979 y la que empezaron en 2001 y todavía no han ganado los estadounidenses. A partir de la primera guerra de Irak se produjo la ruptura de Bin Laden con la monarquía saudí --disgustado por la alianza de Washington con Riad y sobre todo por la presencia de tropas estadounidenses en el territorio que alberga los lugares sagrados del islam-- de la que surgió su proyecto de organización internacionalista islámica. Antes, de la primera guerra de Afganistán, había surgido ya toda una generación de mujaidines bajo protección saudí, pakistaní y estadounidense, todavía en plena guerra fría y naturalmente sin sospechar que allí se incubaba el huevo de la serpiente, es decir los talibanes y grupos como Al Qaeda.
Las causas inmediatas que explican la aparición del mayor grupo terrorista de la historia, más de 30.000 combatientes reclutados en todo el mundo, encuadrados militarmente, con mandos del ejército de Sadam Husein desmantelado por EE UU, y probablemente el mejor equipado –pertrechos de tres divisiones iraquíes enteras tomados en Mosul tras la desbandada del ejército y la policía, armamento pesado, centenares de vehículos blindados--, hay que buscarlas en el fracaso de la primavera árabe, aquella oleada de revueltas y revoluciones democráticas de 2011 que hizo caer cuatro dictaduras –Túnez, Egipto, Libia y Yemen—y agrietó los pilares del orden político árabe.
Tres fueron las consecuencias derivadas de las revueltas. La primera y más visible es la implosión de tres países, Libia, Siria y Yemen, convertidos en estados fallidos, donde circulan armas, terroristas y personas en busca de refugio y se combaten entre sí facciones y guerrillas de todo tipo. La segunda es el fracaso del islamismo político en su experiencia democrática en Egipto, que ha lanzado en brazos del yihadismo a millares de jóvenes desencantados. Y la tercera y decisiva, la fusión de la guerra civil siria con el conflicto sectario iraquí en una contienda global entre chiíes y suníes, que se encuadra en una especie de guerra fría regional entre dos potencias como Irán y Arabia Saudí, apoyadas respectivamente por Rusia y Estados Unidos.
(Este artículo es mi aportación al Anuario Joly de Andalucía 2016, que publica el Grupo Joly, editor del Diario de Cádiz y ocho cabeceras andaluzas más).
El EI, en contraste con Al Qaeda, no pretende ser únicamente una organización que coordina y realiza atentados terroristas contra el mundo occidental en general, sino un genuino Estado árabe, instalado en un territorio contiguo entre Siria e Iraq que anula las fronteras coloniales, en concreto la línea Sykes-Picot delimitada en 1916, y recrea el primer Estado islámico del profeta Mahoma. Para acreditarse como tal, cuenta con ciudades, pozos y refinerías petrolíferos, yacimientos arqueológicos, población (entre 3 y 8 millones) y una rudimentaria administración. También con una economía elemental, basada en la confiscación de bienes, el contrabando de petróleo y obras de arte, así como el cobro de rescates para liberar secuestrados y permitir salir de su territorio. Y con un eficaz aparato de propaganda, a cargo de jóvenes experimentados en redes sociales y producción audiovisual, que utilizan para difundir sus truculentas producciones, en las que han grabado ejecuciones, a veces masivas.
La mitología del islam primitivo le sirve para llamar a los creyentes a librar la yihad contra el régimen dictatorial de Bachar el Asad en Siria y la democracia de hegemonía chií y proiraní de Irak; a practicar la hégira o emigración desde los suburbios de las grandes ciudades hasta la tierra sagrada; y a construir un Estado regido por la sharía más estricta. Uno de los atractivos que ofrece a los jóvenes musulmanes ante el desarraigo, el paro y el hundimiento de las ideologías, es la posibilidad de formar familias polígamas y esclavizar mujeres como en tiempos del islam primitivo a cambio de combatir en sus filas. Su pretensión de liderazgo islámico le permite obtener el vasallaje de grupos terroristas del mismo cariz, más de 40, que operan en todo el mundo desde Nigeria hasta Filipinas.
A diferencia de Al Qaeda, el EI es un grupo excomunicador o tafkir, que declara apóstatas a los musulmanes que no responden a la ortodoxia sunní. En el territorio bajo su control practica la limpieza étnica, exterminando u obligando a emigrar a chiíes, cristianos u otras sectas religiosas como los yazidíes. Hasta 2015, se entendía que Al Qaeda combatía al enemigo lejano, las potencias occidentales, con sus atentados en grandes ciudades como Nueva York, Londres o Madrid, mientras que el EI solo atacaba al enemigo próximo. A partir de este año, y especialmente con la oleada de atentados en Francia, el califato pretende también trasladar la guerra civil a Europa, con el objetivo de provocar una oleada de islamofobia que separe a los europeos de religión musulmana en una comunidad aparte y hostil.
El califato terrorista se ha convertido en un dolor de cabeza para la comunidad internacional, pero también en fuente de divergencias, a la hora de resolver la guerra civil de Siria, donde el ISIS aprovecha la fragmentación del país para anidar entre el gobierno de Bachar el Assad, apoyado por Irán y Rusia, y la oposición apoyada por occidente y las monarquías del Golfo. Cada uno de los países vecinos de Siria tiene su prioridad y su proyecto de hegemonía regional, que en casi ningún caso pasa por eliminar ante todo al Estado Islámico.
Las potencias suníes como Arabia Saudí o Turquía quieren que caiga antes el régimen de Damasco y en el caso turco su prioridad es atacar a las guerrillas kurdas, hasta ahora las tropas más eficaces frente al EI en Siria. Irán apoya al régimen porque quiere mantener su actual esfera de influencia, que abarca Líbano, Siria, Irak y Yemen. Rusia ha sabido aprovechar la guerra siria para regresar militarmente a la región en apoyo de El Assad. Los europeos, finalmente, a pesar de su escasa capacidad militar (solo Francia y Reino Unido cuentan en las alianzas que bombardean desde el aire al ISIS) tienen interés en frenar el origen del intenso flujo de refugiados que está llegando a su territorio, así como en eliminar también el nido de yihadistas que atrae a jóvenes de sus suburbios y los devuelve luego a Europa para realizar atentados.
Como han señalado muchos comentaristas e incluso líderes religiosos musulmanes, el EI no es ni un Estado ni es islámico. Pero la realidad es que se ha consolidado en 2015 gracias a la división de la comunidad internacional y a la actitud reticente de Estados Unidos, que apoya a quienes le combaten con bombardeos aéreos, pero descarta cualquier tipo de intervención terrestre. La inteligencia israelí considera que militarmente no significa peligro alguno, pero a casi dos años de la proclamación del califato en Mosul, está consiguiendo el objetivo más elemental de un Estado en construcción como es durar.
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