Honoris causa (Palacio Liévano, Bogotá)
En este país todo el mundo es doctor hasta que no se le demuestre lo contrario
Déjenme que les cuente qué nos ha estado ocupando acá en Bogotá en las dos últimas semanas. Primero: un par de serios investigadores probaron, en las páginas del diario El Espectador, que este alcalde de la ciudad con fama de tecnócrata está cumpliendo décadas de repetir –en pomposas solapas de libros, en páginas web oficiales, en solemnes discursos de posesión– la colombianísima mentira de que obtuvo el título de doctor en administración en la prestigiosa Universidad de París II. Segundo: la indignada ciudadanía de las redes sociales repudió, con plena razón, semejante farsa. Tercero: el alcalde, Peñalosa, respondió con vehemencia de político cuestionado. Cuarto: un blog del mismo periódico demostró que el alcalde anterior, Petro, que no ha dejado en paz ni un solo día a su sucesor, también suele mentir sobre sus títulos.
Y la moraleja ha sido que Colombia no ha dejado de ser este drama traído de España en el que incluso sus protagonistas suelen concederse su propia importancia y tienden a limpiar sus huellas por si acaso.
Se ha dicho desde hace ochenta años que en este país todo el mundo es doctor hasta que no se le demuestre lo contrario. Sigue siendo lo usual que los dependientes llamen así a sus jefes como resignándose a su clase, como adulando para sobrevivir. No es raro, aún hoy, que algún tonto de corbata perfumada exija “dígame doctor…” cuando algún inocente lo llame por su nombre: el jueves pasado le sucedió a un amigo que me encontré en la calle, transfigurado. Y es cierto que el mal viene de la viejísima costumbre española de entregarle semejante título a cualquier graduado de cualquier carrera, pero, ya que desde 1968 se decidió que los profesionales serían llamados según su profesión, también es verdad que esto está lleno de doctores que no son médicos ni han hecho estudios de doctorado porque quien no se da su lugar se expone al ninguneo.
Y la moraleja es que estas sociedades tan conservadoras suelen aferrarse a sus desigualdades como a sus tradiciones. Y los ambiciosos de aquí se conceden sus doctorados honoris causa de la universidad que prefieren, y se inventan su buena reputación como tomando un atajo, porque en estos países más cercanos a Dios que a la ley se corre el riego de perder el tiempo trabajando.
Oh, hizo una maestría en Boston. Oh, sabe francés. Oh, su abuela era escocesa. Oh, tiene zapatos italianos. Ha sido tan claro que no hay nada más efectivo acá que ser validado allá, en cualquier parte del mundo que no sea esta, que quizás nuestro verdadero poema épico –más que La vorágine, más que Cien años de soledad– sea la historia verdadera de aquel seminarista que en 1962 consiguió convencer a toda la ciudad de Neiva de que él no era cualquier neivano sino nadie más y nadie menos que el embajador de la India: que los últimos dos alcaldes de Bogotá hayan caído en la trampa de dejar que se les considerara doctores, y que tanto el “progresista” Petro como el “tecnócrata” Peñalosa tengan la razón cuando el uno llama al otro “delirante”, nos recuerda por qué lo nuestro es desconfiar, temer.
Y esperar, agazapados, la oportunidad para vengarse de lo que nos han hecho. El alcalde de Bogotá no es un doctor, no, pero sí es el alcalde de Bogotá. Ya lo fue una vez, y ahora lo es porque cierta mayoría lo eligió –yo no voté por él– y apenas lleva cuatro penosos meses en el cargo. Así que en vez de sacarlo a sombrerazos de su oficina en el Palacio Liévano, ahora que se vuelve a hablar de “revocatoria” como si ese despacho centenario estuviera embrujado –con Petro era igual–, conviene a todos criticarlo porque conviene a todos que le vaya bien: lapidarlo con primeras piedras, querido doctor, no va a servirle a la ciudad de nada.
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