Ahora una ‘glasnost’ saudí
Riad pretende construir un país nuevo, que ya no dependa solo de la renta del petróleo
La perestroika no ha llegado todavía, pero ya se anuncia la glasnost, la transparencia. Los 30 años transcurridos desde Chernóbil nos recuerdan cómo la opacidad y la impericia reformadora precedieron a la destrucción del régimen soviético en apenas tres años.
No hay régimen autocrático que no haya observado con pavor aquella experiencia. Algunos, como los comunistas chinos, sacaron sus lecciones. Enfrentaron la revuelta de Tiananmen en 1989 en dirección contraria: la economía antes que la política y sin soltar las riendas del partido único sobre la sociedad.
Ahora es el turno de los saudíes, a los que se puede aplicar la sentencia de Churchill sobre los soviéticos: una adivinanza, envuelta en un misterio, dentro de un enigma. Si la guerra fría tuvo la kremlinología, que escudriñaba en los secretos de la jerarquía roja, la época actual exige de la saudiología para los opacos comportamientos de la familia más rica, poderosa, nutrida y endogámica del planeta.
Transparencia es la palabra utilizada una y otra vez por el príncipe Mohamed Bin Salmán, hijo del rey y segundo en línea de sucesión, para explicar en una entrevista a la televisión saudí El Arabiya su plan estratégico para los próximos 14 años, denominado Visión 2030. Esta entrevista, así como dos más a medios internacionales, también forma parte de una voluntad de transparencia por parte del joven e impulsivo dirigente, 31 años, al que se le atribuye la intervención de su país en la guerra de Yemen y la creciente tensión con Irán.
Este príncipe tiene la doble responsabilidad del Ministerio de Defensa y del Consejo de Asuntos Económicos y es esta última condición la que le ha convertido en protagonista del plan de reformas que quiere terminar con la dependencia saudí del petróleo. El meollo es la privatización de un pequeño porcentaje, entre el uno y el tres, de la petrolera Saudi Aramco —la mayor salida a Bolsa del mundo— y la creación de un fondo soberano —también el mayor del mundo—. “No habrá ninguna inversión, movimiento o desarrollo en ninguna región del mundo sin el voto del fondo soberano saudí”, ha dicho el príncipe.
Para 2030 Riad quiere recibir 30 millones de musulmanes en la peregrinación anual a los lugares santos. También quiere tender un puente, el mayor del mundo naturalmente, que enlazará con el Sinaí, para convertirse en una plataforma de comunicación entre Asia, Europa y África. Además de abrirse al turismo, construir museos y crear una industria militar propia. La ambición es colosal y la apelación a la transparencia, insistente. De Yemen e Irán, del ISIS y de Siria, de las maltrechas relaciones con Washington y de la policía religiosa, recientemente reformada, ni una palabra en boca del príncipe.
Si las reformas prosperan, Arabia Saudí será un país nuevo, que competirá con Irán y Turquía en la región. En caso contrario, es fácil deducir el destino de estos príncipes, nada distinto al que tuvieron aquellos dirigentes comunistas a los que Gorbachov advirtió que la vida les castigaría si llegaban tarde.
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