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Tribuna
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Como usted y como yo (El Vaticano)

Ciertos políticos colombianos parecen curas de aquellos o villanos de Batman. Ciertos sacerdotes colombianos parecen políticos retardatarios o parodias de curas

Ricardo Silva Romero

Ciertos políticos colombianos parecen curas de aquellos o villanos de Batman. Cuando se enteraron de la noticia más cierta de este año –que la Corte Constitucional legalizó el matrimonio igualitario el pasado jueves– salieron a defender la discriminación. El procurador Ordóñez, vigilante de los funcionarios colombianos recordado por su fervor religioso y su moral insólita, anunció que aunque no sea de la incumbencia de su cargo acudirá al Congreso de la República para que las cosas vuelvan a ser como eran antes. El concejal Ramírez, que un mal día se apodó a sí mismo “el concejal de la familia”, desempolvó su denuncia de una “dictadura homosexual”. La senadora liberal Morales guardó silencio, pero para qué hablar cuando uno acaba de reunir dos millones de firmas contra la –también aprobada– adopción por parte de parejas del mismo sexo.

Ciertos sacerdotes colombianos parecen políticos retardatarios o parodias de curas. Cuando les preguntaron por la aprobación del matrimonio homosexual salieron a defender la homofobia: Levítico 18:22. Monseñor Córdoba, el obispo de Fontibón, susurró un monólogo tejido con frases movedizas como “respetamos a todas las personas homosexuales”, “para la Iglesia no todo lo legal es moral”, “la ley dice que el matrimonio es entre hombre y mujer” y “seis personas de una Corte no pueden decidir por 48 millones de colombianos”. Monseñor Castro, presidente de la Conferencia Episcopal, decretó la emergencia antropológica. Monseñor Falla, su secretario, predijo que la decisión de la Corte convertiría a Colombia en Sodoma y en Gomorra: habló de “dolor de patria”, llamó a los padres a “desconocer algunas leyes si es necesario”.

Y la pregunta era por qué les preguntan, para qué. Y la respuesta es que la Iglesia fue la ley durante tanto tiempo aquí en Colombia –y la Constitución más duradera, la de 1886, comenzó “en nombre de Dios, fuente suprema de toda autoridad…” durante 105 años– que un “algo superior” sigue siendo la ley para una buena parte del país. Y se sabe de memoria que cualquier progresismo de más, cualquier compasión que no sea la suya –la piedad de la eutanasia o la misericordia del aborto, por ejemplo–, producirá en los curas de siempre la reacción alérgica que les causa la palabra “homosexual”, pero no la palabra “pedofilia”: “todos somos hijos del Señor, pero… no todos somos ciudadanos”.

Y sin embargo no deja de ser extraño que el papa Francisco, que juega a ser el Pepe Mujica de la Iglesia, salga al día siguiente a decir –en su exhortación Amoris Laetitia– que “sólo la unión entre hombre y mujer cumple una función social”. Es lo usual que los guardianes del viejo mundo, que es una versión irreflexiva de los hechos, griten contra el matrimonio igualitario como si fuera obligatorio, como si la homosexualidad fuera una victoria de la subversión o la sociedad alguna vez hubiera seguido el libreto al pie de la letra. Es lo común que las mayorías relacionen el reconocimiento de las minorías con el Apocalipsis, y que la Iglesia colombiana esté contra la guerra y contra la igualdad. Pero se supone que el papa Francisco es nuevo.

Se supone que sólo acá en Colombia, en esta democracia que ha sobrevivido por muy poco al miedo brutal que se han tenido las minorías y las mayorías, hemos tardado los siglos de los siglos en conseguir que ni los togados, ni los uniformados, ni los políticos, ni las izquierdas, ni las derechas, ni los feligreses, ni los patriotas estén por fuera de la leyes. Se supone que sólo aquí, en este extraño lugar que a pesar de su guerra entre retardatarios es uno de los 24 países que ha reconocido que el matrimonio igualitario es un hecho, se nos va la vida defendiéndola de sus dueños.

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