Juego de tronos
Quedan nueve días para que el partido encuentre cómo apartar al millonario neoyorquino
Dentro de nueve días y tras las primarias en cinco Estados, entre ellos Ohio y Florida, sabremos si Donald Trump se asegura la nominación a la Casa Blanca por un Partido Republicano en plena guerra interna. Algunos analistas consideran que lo ideal es llegar a una convención abierta en julio —como pasó con Richard Nixon— de la que salga un candidato sorpresa, como el presidente del Congreso, Paul Ryan, que sume los delegados de Ted Cruz y Marco Rubio y, sobre todo, arrincone en un destierro millonario a Trump.
Sin embargo, no sé qué resulta más fascinante en este proceso electoral, si la lucha fratricida de los republicanos, ahora escandalizados porque Trump se les ha infiltrado hasta estos extremos, o la falta de programas sólidos. Trump es un problema para el partido y, por ello, todo el establishment ruega que Rubio sea el candidato en noviembre. Hay quien sostiene que, si el magnate entra en la contienda, es muy probable que Hillary Clinton sea la próxima presidenta del imperio del norte.
El verdadero problema radica en analizar adecuadamente los mensajes que se están lanzando, que no sólo están cambiando el panorama político estadounidense, sino que trascienden sus fronteras. Estados Unidos siempre ha sido el espejo de las democracias. A pesar de todos sus defectos, tiene uno de los sistemas más complejos y completos. En ese sentido, la llegada del primer afroamericano, Barack Obama, al Despacho Oval —no como mayordomo, sino como mandatario— era un hito contra el que la sociedad tenía que reaccionar. La reacción fue el Tea Party, que ha terminado por controlar al Partido Republicano. Ahora el problema no es acabar con Obama como entonces, sino cambiar la estructura política.
Trump es un liquidador. Los republicanos han comprendido que el especulador inmobiliario no sólo puede hacerles perder la presidencia, sino también la esencia o impedir los cambios que les gustaría introducir en un sistema que Trump podría acabar destruyendo. Los cielos no se asaltan, los cielos se ocupan. La reacción del partido conduce a una situación en la que todos se pelean con todos al tiempo que Trump tiene que luchar contra ellos, contra los demócratas, y a su vez, continuar una campaña que ofrece a los ciudadanos el final de un modelo que está en crisis.
En 2008, después de George W. Bush y del fracaso de Irak, Obama significó la última gran movilización de la esperanza, impulsada por la creencia de los jóvenes en una campaña basada en la ilusión de los héroes del cambio.
El problema para los jóvenes fue lo que Obama hizo con esa victoria. En los primeros seis años se dedicó a calmar —en su condición de abogado de Harvard— a los estamentos del poder y del establishment, que veían con desconfianza profunda la revolución de la ilusión. Esa revolución arrojó —hasta los dos últimos años de su segundo mandato— un resultado pálido y triste.
Conviene no pasar por alto que en la historia los cambios siempre se han basado en la destrucción inclemente del sistema, pero sobre todo de las figuras políticas. Y también hay que observar que el sistema de EE UU no está dispuesto a que el poder esté en las manos de un hombre como Trump. Mientras tanto, la movilización y el uso de la violencia verbal dejan varios mensajes. El primero, no olvidar que, para producir un cambio, deben destruirse personalidades políticas y el sistema que se pretende ocupar en su formulación teórica y en su expresión práctica. El segundo, contar con la certeza colectiva de que ese sistema fracasó. Y el tercero, hacer tal cantidad de reclamaciones y descalificaciones que los votantes no tengan tiempo de considerar que, además de los ecos de la destrucción, hay que escuchar las voces que proponen una construcción alternativa.
Sólo quedan nueve días, pero no para que acabe o comience el fenómeno Trump, sino para ver más allá, es decir, cómo, cuándo y dónde el establishment republicano encuentra la manera de sacar de la carrera al millonario neoyorquino.
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