Los últimos deportados de Venezuela a Colombia
Una veintena de familias vive en tiendas de campaña en Cúcuta medio año después del cierre de la frontera
Sentado en una silla de plástico, sin camiseta, con un bebé en las piernas y atento a lo que hacen sus otros siete hijos, Jhon Jairo Beltrán recuerda el momento en el que subió a toda su familia al coche y salió lo más rápido que pudo de Barinas, un pueblo en Venezuela, rumbo a Colombia. Era el 26 de agosto de 2015, y este colombiano de 33 años dice que se asustó tanto al escuchar a varios mandatarios venezolanos anunciar que los niños nacidos en ese país eran del Estado que no tuvo otra alternativa que dejarlo todo. Beltrán es una de las 22.226 personas que fueron deportadas o retornaron voluntariamente a Colombia cuando el presidente venezolano, Nicolás Maduro, decretó el estado de excepción el pasado 20 de agosto en las provincias limítrofes entre ambos países. Seis meses después del cierre de la frontera terrestre sigue viviendo en una tienda de campaña en Cúcuta, capital del departamento del Norte de Santander, en el lado colombiano.
Como Beltrán, sus hijos y su esposa, otras 26 familias, según la cuenta que él y sus vecinos de campamento han hecho –el Ayuntamiento de Cúcuta la reduce a 10-, han decidido permanecer delante del Centro de Migraciones de la ciudad hasta que alguna autoridad les dé una solución. Son el último vestigio visible de la emergencia. La vida en esta ciudad fronteriza parece que continúa con normalidad. Han desaparecido los 16 albergues masivos que acogieron a los colombianos que cruzaron el río Táchira con todos sus enseres. El dispositivo organizado por la Unidad de Gestión de Riesgo, encargada de dar respuesta en estas situaciones, terminó el 7 de noviembre. Hace falta llegar a esta sede de la congregación religiosa de los padres scalabrinianos (católicos) para cerciorarse de que esa calma es solo aparente.
“Durante un tiempo los 10 vivimos en una habitación”, dice Beltrán. “Cuando la ayuda se acabó, empezaron a cortarnos los suministros de luz y agua y después nos sacaron de la casa”. Entonces comenzó a trabajar con la chatarra para poder dar de comer a los niños al cuidado de la madre, porque no van al colegio. “Nos pagaron la matrícula, pero no tenemos para los útiles y el seguro escolar”, afirma. A su lado, Daniela López, de 13 años, escucha atenta: “Yo sí voy a la escuela, estoy en octavo curso. A mi hermana [de 16 años] y a mí una señora nos pagó el uniforme y los libros”.
Un 90% se repartió por Colombia
Cuando se produjo el retorno masivo desde Venezuela, el Gobierno de Colombia respondió con una operación conjunta de más de 45 instituciones públicas que, en un primer momento, dieron asistencia humanitaria para después plantear un paquete de ayudas de más de 3.000 millones de pesos (casi un millón de dólares) canalizadas a través de la Unidad de Gestión de Riesgos. Los colombianos recibieron un subsidio inicial para el pago de tres meses de alquiler (250.000 pesos mensuales) y apoyo para regresar a sus lugares de origen o a zonas donde consideraran que pudieran tener más oportunidades. “Un 90% volvieron a sus casas por Colombia”, dice César Rojas Ayala, recién estrenado alcalde de Cúcuta.
Más de 600 personas consiguieron un contrato laboral a través del programa de Empleo Temporal de hasta cuatro meses, en media jornada, y otras 504 en otra iniciativa enfocada en infraestructuras, todos con medio salario mínimo (algo más de 300.000 pesos, unos 80 dólares), según datos de Prosperidad Social (DPS).
Daniela viste una camiseta de Messi del Barça, y cuenta que lo que más echa de menos es su club de fútbol en San Antonio del Táchira, en Venezuela, donde llegó hace ocho años con su familia. “Aquí no tenemos recursos para que pueda seguir entrenando”, explica. Su padre les abandonó de pequeñas y su madre, sin estudios, cruzó la frontera para dedicarse a la compra-venta de bolívares. Sin papeles y con la marca de la D (de derruir) sobre su casa que dejó la denominada Operación de Liberación del Pueblo de Maduro, tuvieron que volver a Colombia.
Los habitantes de esta última acampada callejeros recibieron todas las ayudas del Estado pero no consiguieron encontrar trabajo, por eso decidieron volver al lugar donde primero les acogieron. “La alcaldía nos pidió el favor y los dejamos estar aquí ocho días más”, explica Willinton Muñoz, coordinador del Centro de Migraciones de Cúcuta donde residen más de 100 personas entre refugiados, desplazados y migrantes económicos. “Ahora mismo la situación con estas familias es complicada: hay problemas con los vecinos, son muy cochinos y tienen que aprender que hay reglas”. La congregación da tres comidas al día a los niños y les deja usar el baño. Los adultos se lavan y hacen sus necesidades en un canal contiguo lleno de desperdicios y agua estancada, lugar idóneo para infecciones y el criadero perfecto para el mosquito transmisor del zika. “Ya no dejamos que los menores duerman dentro, tuvimos problemas porque la sala es comunal y tenían relaciones sexuales”, asegura Muñoz.
Raúl Estevenson, de 27 años, espera su turno para asearse en el canal. Es venezolano y cruzó con su novia colombiana. “Ya no estamos juntos”, aclara. Vive en este campamento porque dice que ni a él ni a otros tres venezolanos les dieron ayuda. Trabajaba de albañil, carnicero, fontanero, lo que le saliera en un pueblito cerca de la frontera. “No me quiero quedar aquí, pero no tengo dinero ni para llegar a la sede de la ONU para pedir asilo”, explica. ACNUR, presente en la zona, identificó a 480 refugiados y solicitantes de asilo durante la emergencia a los que ayudó con 1.500.000 pesos (unos 400 dólares) de media por familia.
“La próxima semana se renovará el contrato a 400 personas y las 200 restantes serán vinculadas al Servicio Público de Empleo del SENA”, aseguran desde el departamento de Prosperidad Social (DPS). Una medida que no afecta a estas familias. Desde el ayuntamiento aseguran tener los medios para ayudarlos: “Estamos buscando recursos para arrendarles un albergue temporal, que vayan estabilizándose y busquen vivienda y empleo”. Mientras llega la ayuda, Estevenson resume en una frase el sentimiento de su pequeño poblado: “Dios proveerá”. La última esperanza de los que quedan en Cúcuta.
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