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Columna
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Tarjeta naranja para James

James Rodríguez no ha hecho nada aparte de lo que se ha venido usando desde que David Beckham descubrió que lo que pasa en la cancha no es el fútbol sino la fama

Ricardo Silva Romero

Lo normal es que se esté volviendo loco. Lo natural es que como cualquier celebridad –como cualquier producto, mejor, que eso es hoy un futbolista– se haya condenado a sí mismo a ser una caricatura sometida por las leyes de la oferta y la demanda. Pero claro que James Rodríguez, que de él, del 10, estoy hablando, no es ya el mismo que era: usted tampoco lo es, y lo sería todavía menos si antes de cumplir los 18 hubiera ido de pelear empates en las canchas del Barrio Jordán de Ibagué a ganar campeonatos a muerte en La Bombonera de Buenos Aires; si antes de llegar a los 22 hubiera sido celebrado no sólo como el goleador sino como el gran jugador de la Copa Mundial de 2014, si el Real Madrid hubiera pagado 80 millones de euros por tenerlo en su equipo de estrellas apretujadas y el Pibe Valderrama lo hubiera considerado su sucesor en la nostálgica selección colombiana.

Visto con lupa, su delirio no ha sido gran cosa: alucinará cualquiera que en apenas unos meses vaya de pasearse frente a las casas bajitas de ese barrio ibaguereño de clase media –tierra, a 22º, de los colombianos más frenteros– a tropezarse con un par de jeques en Dubái bajo los lentes de los paparazzis. Y sin embargo, para probar que Colombia no sólo heredó de España la lengua, sino también el regodeo en la caída de los envidiados, desde el 15 de noviembre de 2015 Rodríguez ha sido retratado por una prensa cruel y súbitamente moralista como un cristiano tartamudo que no sólo peca pasado de kilos en las noches madrileñas, sino que además, con las cejas depiladas y los tatuajes expuestos y los humos subidos frente a sus nueve millones de seguidores en Twitter, se ha dejado llevar por el exceso de velocidad de su Audi (el titular fue: “James, perseguido por la policía”) incluso en los días de entrenamiento.

Pensándolo bien, en ese mundo aplastante en el que nadie dice la verdad sobre nada porque todo está en venta, y que suele llamarse a sí mismo “la familia del fútbol” sin ninguna clase de pudores (“voy a hacerle una oferta que no podrá rechazar…”, se dice en la penumbra), Rodríguez no ha hecho nada aparte de lo que se ha venido usando desde que David Beckham descubrió que lo que pasa en la cancha no es el fútbol sino la fama: sí, el extraviado James ha estado pidiendo habitaciones sólo para él en los viajes de la selección, sintiéndose la imagen mundial de nosequé teléfonos, vendiendo calzoncillos con su cara de niño limpio, resignándose a ser, en fin, una marca registrada.

Y a nadie le importó ni un poco que se fuera de juerga, ni que hiciera el ridículo, ni que avergonzara al Pibe en las eliminatorias a la Copa Mundial de 2018, hasta ese 15 de noviembre en que se supo que acababa de pedirle al Real Madrid que le pagara los mismos diez millones de dólares anuales que ganan un par de sus colegas.

Fue entonces cuando ese mundo implacable le mostró por primera vez la tarjeta naranja que les muestra a los futbolistas que, como él o el ninguneado Özil, un día creen que tienen las riendas: “recuerde –se le insinuó– que todo producto tiene fecha de vencimiento, que arruinar a los ídolos es tan fácil como fabricarlos, que la prensa no tartamudeará a la hora de retratarlo como un fiasco, que no le fue nada bien a Falcao García desde el día en que perdió su silla, que ni siquiera los escándalos repugnantes de la Fifa van a evitar que la audiencia del fútbol siga creciendo, y menos ahora que los chinos han estado montando una liga opulenta, y lo mejor es entonces sonreírle a la cámara del negocio, sin pedirle mucho más, si la idea sigue siendo jugar algo de fútbol”.

Parece que Rodríguez ha entendido el mensaje. Pues poco a poco ha vuelto a jugar. Y el titular comienza a ser “James revive”.

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