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Cartas de Cuévano
Tribuna
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El síndrome del Jamaicón

Hoy es tan fácil encontrar antojos mexicanos en España que el índice de angustia ha bajado

Quizá lo mejor de un antojo es que brote en circunstancias que permitan saciarlo; una cosa es evocar al Sol en Siberia y otra, salivar un merengue imaginario a las puertas de una pastelería (aunque –claro está—si no hay monedas para pagarlo siempre queda la opción de ganarlo apostando un volado con la moneda en el aire). Con todo, hace casi tres décadas resultaba muy complicado consentir o aplacar los cíclicos antojos de taco, torta, tamal y garnachas en tiempos en que no salían de México ni los aguacates. Hace casi treinta años en Madrid el único aguarrás que saciaba las ansias por volver a probar tequila se llamaba El Mariachi y estaba destilado en Alicante: quien quisiera jugo de agave verídico dependía de algún buen samaritano que hubiera traído una botella auténtica comprada en un viaje a Jalisco y luego, el divertido ejercicio de intentar la alquimia de la sangrita mezclando zumos de tomate y naranja con contadas gotas de salsa tabasco hasta más o menos lograr la poción.

Hoy es tan fácil encontrar antojos mexicanos en España que el índice de angustia dicharachera y jacarandosa ha bajado notablemente. Hay tienditas de juguitos clásicos de envase triangular, tamarindos enchilados y dulces o ambos que parecen recién ordeñados en Acapulco y hasta tortillas de harina en bolsita al vacío como para cualquier antojito desmañanado, hay fondas ya legendarias y nuevos restaurantes que le exageran al precio y a la pretensión pero que finalmente logran poner en platos de barro madrileño las gringas que tanto se hacen extrañar, las carnitas que parecían perdidas para siempre y hasta los sopes de cochinita pibil que lentamente parecían convertirse en espejismo.

Ni hablar: en este Madrid tan lleno de manjares, capital universal de los callos y caldos de toda la geografía española, Mecca de menestras y mosaico interminable de pescados de todos los nombres y tamaños también se aparece de pronto el antojo no exento de nostalgia por una gordita de maiz y empieza lentamente el síndrome de abstinencia que provoca que la cara del vecino en el Metro de Moncloa parezca de pronto enchilada roja o que la pantorrilla que camina salerosa por la calle de Serrano se confunda con un chamarro michoacano o que el rostro que se esconde tras la bufanda enrollada como sari al cuello en una esquina de la calle de Alcalá se derrita a la vista como una quesadilla preciosa de quesillo de Oaxaca envuelto en la sabrosa sabana de una tortilla azul. Ya sé que me dirán que es pura blasfemia el raro antojo por tres volcanes de costilla en tierra del cochino de Segovia o de todas las paellas posibles, pero es inevitable y la sintomatología viene de lejos.

José Villegas Tavares fue un extraordinario lateral izquierdo del club de futbol Guadalajara que entre otras hazañas logró considerarse Campeonísimo al sumar ocho torneos de liga al hilo y, en lo personal, marcar como si fuera su conciencia al supuestamente inmarcesible Garrincha, cuando las Chivas del Guadalajara se enfrentaron al Botafogo. A Villegas le decían El Jamaicón y cuenta la leyenda que todo lo grandioso jugador que era sobre las canchas en México se diluía en cuanto viajaba por el mundo y se sentía lejos de su querencia: que si previo al Mundial de Suecia 58 lo cacharon rumiando en los jardines de un hotel en Portugal la nefanda distancia que lo separaba del verdadero chicharrón o que si previo al Mundial de Chile 62, El Jamaicón hizo el ridiculazo frente a Inglaterra en Wembley (un bochornoso partido que perdió México 8 a 0) nomás porque extrañaba a su jefecita, las garnachas y el guacamole. Lo cierto es que no se ponen de acuerdo los cronistas y seudoescritores que han intentado abordar el Síndrome del Jamaicón: esa melosa nostalgia capaz de hundir a todos los mexicanos en la inacción total en cuanto sentimos que estamos lejos no sólo de los brazos de nuestra respectiva mamacita, sino del sabor auténtico del nenepil, la temperatura exacta del cilantro y el sabor limón del verdadero limón.

Algo tendrá que ver en todo esto Saturno y la melancolía como pesada saliva de las distancias, pero hoy que todo antojo queda tan a la mano, repito que es inevitable –incluso en tierra de los mejores solomillos, las botanas de sepia y chopitos, los boquerones en vinagre… ¡y el imperio inapelable del jamón!—de vez en cuando saciar el recuerdo de los tacos al pastor y sin importar horarios ni climas acercarse a cualesquiera de los pequeños santuarios que se encargan de apaciguar toda urgencia mexica. Otro tanto es indagar que el antojo se acelera ante la prolongada ausencia de salsas y chiles de veras. La guindilla no le llega ni a los talones a un buen chipotle y por mucho que le llamen bravas a las patatas de tapa o botaneo, nada tiene que ver ese caldillo de casi cátsup con una buena dosis de salsa roja que te hace hablar arameo al segundo bocado.

Si a lo anterior se le agrega el milagro de encontrarse con alguna bella paisana que nos permita edulcorar la charla de sobremesa con todos los diminutivos posibles, todas los chilanguerías o demás palabras que aunque sea por unas horas podemos decirle al oído sin necesidad de traducirlas al castellano viejo y cenar la vitamina T de tacos, tamales, tortas o volver a las carnitas, recrear la imaginación en una gringa, combinar en tostada un bistec finamente picadito con queso revulcanizado como llanta de trailero, en mucho se dirime el Síndrome del Jamaicón: ponerlo en remisión quizá hasta el próximo trimestre en que sabemos que inevitablemente vuelve a bailarnos un jarabe tapatío en plena tripa, sin importar la progresiva filiación que le vayamos cumpliendo a todas las maravillas de la cocina española.

Jorge F. Hernández, blogs.elpais.com/café-de-madrid/

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