La democracia en Cuba no corre prisa
El deshielo de relaciones con EE UU no se ha traducido en una mejora política en la isla
El primer aniversario de la distensión entre Estados Unidos y Cuba satisface a los consorcios que se relamen soñando con facturaciones millonarias y mayores facilidades legislativas porque de otra manera la inversión internacional interesada en el país caribeño fluirá lentamente o se inhibirá. La efeméride del 17 de diciembre es menospreciada por los ciudadanos y observatorios con otra prioridad: la democracia, improbable a medio plazo.
Raúl Castro continuará oficialmente al mando hasta 2018, cuando cumpla 87 años, y pilotará una transición en sentido contrario a la URSS: primero la descentralización económica y, eventualmente, la política, dependiendo de la evolución del deshielo con Washington, la circunstancia doméstica y el encaje que pueda tener en el Caribe el formato chino-vietnamita. Sugiriendo que el desbloqueo de candados es posible, los laboratorios del régimen ponderan una ley de prensa y generosidades en la ley que regula el acceso al Parlamento, copado por la militancia.
Previsiblemente, se anunciarán otras iniciativas durante el VII congreso del partido, en abril. No hay prisas con el cambio político porque los compromisos de la distensión no establecieron ni plazos, ni obligaciones. Salvo la invasión, Obama apenas cuenta con herramientas para acelerar el ritmo reformista cubano en el capítulo de las libertades políticas, que el partido demócrata necesita como baza en las presidenciales de noviembre del 2016.
La convergencia de intereses permitió el histórico anuncio del año pasado, secundado por una miríada de liberalizaciones, en Cuba y EE UU, y aprovechadas por la ciudadanía con remesas familiares y socios para abrir negocios, viajar, alquilar casas y frecuentar restaurantes. También aplauden los soñadores de emprendimientos antes imposibles. Ávidamente volcada sobre el consumo, el móvil y los puntos wifi, la población con dólares, y la que boquea asalariada en pesos, no manifiesta interés ni por la democracia, ni por el catecismo socialista.
El generalizado objetivo es el bienestar material. Salvo en los períodos de exaltación nacionalista, siempre ha sido así. La disidencia, estigmatizada como mercenaria y perseguida como tal, nada pinta en la isla, ni la policía deja que pinte, y el deshielo acentúo su debilidad al diluirse el amparo de la Casa Blanca tras el envite de diciembre. Su dilema es sumarse a la jugada americana o arriesgarse por libre.
Durante medio siglo, Estados Unidos lo intentó todo para liquidar la revolución argumentando que devino en hostil dictadura. De haber sido amiga, otros hubieran sido los planteamientos. Sopesando beneficios electorales y regionales, Obama ofreció a Cuba las ventajas contenidas en la categoría de países en transición, el fin de las maniobras encubiertas para fomentar subversión y ruina, y una atenuación del embargo desde el poder ejecutivo si La Habana correspondía abriendo la mano.
Cuba aceptó porque sin los subsidios soviéticos se había venido abajo. Volátiles las alianzas con terceros, y en vilo el petróleo chavista, secunda cautelosamente la avenencia porque la considera inevitable en su tortuoso tránsito hacia la autonomía nacional y la captación de los capitales atemorizados por el veto de Washington.
Las negociaciones bilaterales seguirán progresando hasta que Obama acentúe la condicionalidad en sus cesiones: el sine qua non. Hasta ahora, las diferencias de fondo, sobre Guantánamo o los derechos humanos, son abordadas casi de oficio, sin hacer sangre. Hace un año, Obama escondió el garrote para bombardear Cuba con jamones y salchichas. Lo hace calibrando objetivos, persuadido de que una sociedad robustecida con información y medios acabará exigiendo libertades. Quizás, pero salvo que el medio millón de autónomos detone inercias insospechadas, o se subleve el ejército, ciencia ficción, quien determina las prioridades y el calendario es Raúl Castro.
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