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3, 2, 1... El Orejón, Antioquia

El Orejón es un paraje estratégico para la guerra, sin escuela y sin enfermería

Ricardo Silva Romero

Ordena la ultraderecha redundante, convincente como cualquier villano, votar contra los acuerdos de paz ahora que el Congreso de Colombia habla de un plebiscito para refrendarlos: la estupidez es la marca de estilo del extremista. Pero tenga enfrente a El Orejón, una vereda antioqueña perfilada por cercas de alambres de púas entre la niebla y la vegetación pródiga y la coca, y vigilada por un horizonte de montañas enormes, y una carretera hecha pedazos por donde han estado pasando los empleados de la guerra: “yo sólo hacía mi trabajo…”. Sepa que 100 personas –de 23 familias de viejos y de niños en suspenso– han sobrevivido allí rodeadas de 240 minas antipersonas. Sepa que desde finales de mayo, cuando el gobierno y los guerrilleros de las Farc montaron, juntos, un corajudo e inverosímil escuadrón antibombas, se han desactivado 33.

Y ahora sí atrévase a votar contra los acuerdos como un jurado acostumbrado a que las víctimas sean víctimas.

En El Orejón cien personas rezan para que “cuando a uno lo vayan a ayudar no lo perjudiquen”: quién que haya vivido en este paraje estratégico para la guerra, sin escuela y sin enfermería, puede creerles a los unos o a los otros que ahora sí van a impedir que se los trague la tierra, que ahora sí van a comprarles más la caña y la panela que la coca. Desde 2010 se ha estado levantando, a unos minutos de allí, la hidroeléctrica más grande de Colombia, pero en la vereda siguen repitiendo “nos están exterminando”, “nos están sepultando en estos altos”, porque sigue sucediendo que nadie los ve, que sólo son cien. “Si esto de la paz es en serio, dense la mano”, les dijo un campesino al representante de las Farc y al delegado del gobierno cuando empezó el desminado. Y se dieron el apretón sin lío. Y sí, es en serio.

El Orejón es una vereda antioqueña perfilada por cercas de alambres de púas entre la niebla y la vegetación pródiga y la coca, y vigilada por montañas enormes, y una carretera hecha pedazos por donde han pasado los empleados de la guerra

Pero aún falta que la gente del escuadrón, que se juega los nervios cuando no se juega la vida, termine su tarea: “3, 2, 1…”. Falta que el Estado no se devuelva a su país de ciudades, como una iglesia evangelizadora o el equipo de producción de una película pensada para festivales europeos, apenas acabe el desminado. Sigue que los resignados cocaleros de El Orejón se desacostumbren a caminar en puntillas por los potreros que son las riberas del río, por el caminito de los cerros. Viene que ningún bando camino a la guerra se atrinchere en los montes de enfrente. Que todo esto deje de suceder “en las noticias”, que son los cortos promocionales de un drama que jamás se estrena, para que esté pasando aquí. Y que la Colombia urbana, ese 70% de la población que ocupa el 5% del territorio, vote por la paz aunque se dé tan lejos.

Cuando se les pregunta por lo que está pasando, los viejos y los niños de la vereda responden un “no lo puedo creer” que a veces es ilusionado y a veces es escéptico. Señalan el cartelito roto que dice “la vereda El Orejón camina hacia la paz” como señalando una promesa. Reconocen que puede salirles bien la vida si los soldados de todos los ejércitos siguen encontrando propósitos comunes, y siguen confiando los unos en los otros. Desminar la tierra no es una mala manera de comenzar a desminar una sociedad, a desarmar tantas cabezas hechas al recelo. Pero hay que insistir en ello, supongo, pasar la voz de la paz que sí está dándose –33 minas menos, por Dios–, pues todo hay que creerlo para verlo. Y el extremismo es la gran tentación de los pueblos que no tienen tiempo para la política.

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Votar “sí” al acuerdo con las Farc no es decirle “sí” a una farsa, sino negarse a seguir enviando a los otros a la guerra –por allá en El Orejón, tierra signada– como si a ellos les tocara, como si el destino se le encogiera de hombros a su suerte. Pero ese argumento no va a convencer a la derecha.

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