La derrota de Cristina
Aun ganando, Scioli tendría razones para liquidar lo que quedara de ‘kirchnerato’
Dos cosas, cuando menos para un público no argentino, hay que subrayar tras el revolcón oficialista en la primera vuelta de las presidenciales del domingo: el kirchnerismo se ha acabado, y ha ganado el ballottage —como los naturales llaman con gran aplomo a la segunda vuelta— del 22 de noviembre. Y hasta una tercera, que el peronismo es quien al final lo decidirá todo, a favor o en contra de sí mismo.
Tras 12 años de gobierno del matrimonio Kirchner-Fernández —Néstor de 2003 hasta su muerte en 2010, y hasta el 10 de diciembre, Cristina Fernández— el kirchnerismo se acaba no ya porque gane quien gane, el kirchnerista Daniel Scioli, o Mauricio Macri, liberal antiperonista, ya no habrá más parientes en la Casa Rosada, sino porque los resultados, con la pírrica victoria del candidato oficialista, pueden leerse como un cuasi-plebiscito sobre el último tramo de la gobernación presidencial, así como de una campaña en la que el propio Scioli se ha movido al son que le tocaba la jefa del Estado, de la que, sin embargo, le separa un centrismo poco ideológico, que casa mal con el izquierdismo de palabra de Cristina Fernández. Por eso aun ganando, Scioli tendría redobladas razones para liquidar todo lo que pudiera quedar de kirchnerato, y romper ataduras con su antecesora se habría convertido en una necesidad de supervivencia política.
Cristina Fernández gozó inicialmente de una bonanza parecida a la del crudo venezolano, como era la soja. Pero este año el PIB solo crecerá un 0,4% y en 2016 se prevé un retroceso del 0,7%, con lo que el FMI augura la entrada en recesión, a lo que hay que sumar una inflación que no bajará a fin de año del 25%, y a la que contribuye la inyección de dinero público que cuida de alimentar una amplia bolsa de votantes-beneficiarios. En la campaña no ha jugado ningún papel visible la política exterior, pero en el sentimiento de las clases medias puede haber pesado negativamente un antiamericanismo exacerbado, con su corolario, el acercamiento al chavismo, que contrasta con la extendida convicción nacional de que Argentina no es como el resto de América Latina. Y eso será cierto o no, pero Buenos Aires difícilmente puede resignarse a ser segundo violín de nadie.
En los comicios ha habido también un tercer clasificado, el líder del llamado peronismo renovador, Sergio Massa, que ha hecho más que salvar los muebles. Muy cerca del 60% de los votos fueron peronistas, y de ellos un 21% corresponden a ese tercero en discordia, con hechuras de hacedor de reyes. Las presiones sobre el líder de ese peronismo bis serán muy grandes, tironeado entre la probable exhortación de Scioli, de que recuerde que, a la postre, “todos somos peronistas”, y otros intereses más terrenales como que la derrota del oficialismo dejaría un campo sembrado de cadáveres, sobre el que la renovación de Massa podría reconstruir el partido a su imagen y semejanza. Argentina es un país en el que siempre que, desde mediados del siglo pasado, se ha podido votar es el peronismo quien te lo da o te lo quita todo.
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