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Los sirios que adopta Francia

Ya son varios miles los refugiados en el país desde que estalló el conflicto, en 2011

Un refugiado abraza en Viena a su hermano, que vive en Francia
Un refugiado abraza en Viena a su hermano, que vive en FranciaZOHRA BENSEMRA (REUTERS)

Llegan de Homs, Palmira o Damasco, huyendo tanto de la brutalidad del régimen como de la de los islamistas. Ya son varios miles de refugiados en Francia desde que estalló el conflicto, en 2011. Su férrea voluntad de integrarse a menudo permite que aquellos que gozan de un sólido bagaje intelectual superen los obstáculos. Le Figaro ha conocido a algunos de estos médicos, estudiantes y directivos que intentan empezar una nueva vida lejos de las bombas.

“Nuestra granja estaba cerca del templo de Baal, en Palmira... Sí, ese que voló el Estado Islámico”, explica el joven, imitando el estruendo mientras saca el móvil para mostrarme unas fotos. Bajo una lluvia recia, en pleno París, la antigua ciudad aparece en la pantalla. Sus columnas como tela de fondo y, en primer plano, las tapias de piedra seca de la granja familiar, en la que Izzat, de 31 años, pensaba instalar un albergue para turistas. Su proyecto sucumbió a la locura del Estado islámico. Hoy refugiado en Francia, espera ser admitido en un programa intensivo de integración. Su francés aún no es perfecto, pero en noviembre, cuando llegó, no hablaba una palabra. Toda su familia está repartida por Europa, o a sus puertas, en Turquía. ¿Cómo se integran estos sirios que, desde 2011, huyen de los bombardeos de los aviones de Bashar al-Asad y de las masacres del Estado Islámico? Aunque no hay dos historias iguales, se dan algunas constantes. “Los sirios son gente apresurada. Quieren retomar el hilo de su vida, bruscamente cortado”, afirma Ayyan Sureau, la enérgica fundadora y directora de la asociación Pierre Claver, a la que postula Izzat.

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El joven de Palmira tiene algunas cosas a su favor. Su hermano mayor, Thamer, abrió la senda. Este no huía de un país en guerra cuando llegó a París en 2001, a casa de unos buenos amigos franceses de la familia, sino del servicio militar. Curso de francés en la Sorbona, diploma de Técnico Superior en Hostelería y naturalización en 2011: una trayectoria impecable, la de este hombre afable que hoy dirige un equipo en un gran hotel de los Campos Elíseos, mientras vela por el futuro de su hermano Izzat y del último en llegar, su sobrino Mustafá, de 16 años. Gracias a una vacante de última hora, este se ha incorporado esta misma mañana a un instituto de formación profesional parisino, en una clase para no francófonos. “He tenido matemáticas y español. Qué difícil”, dice con una gran sonrisa. En un rincón de la habitación, en el suelo, ha quedado abierto un manual de gramática básica francesa.

"La barrera del idioma"

Mustafá acaba de pasar dos años en Damasco, donde aún está su padre. En cambio, su madre está en Ankara. La familia abandonó su domicilio de Raqqa el día en que la ciudad cayó en manos del Estado Islámico. “Mustafá tiene secuelas psicológicas. Allí dormía mal. Aquí está mejor”, explica su tío sin insistir. La imprecisión obedece en ocasiones a motivos de seguridad. Este verano, el trío visitó el castillo de Chantilly y los Inválidos. Versalles es el próximo monumento de la lista que Thamer ha preparado para su sobrino. Durante el fin de semana, lo lleva a nadar y a correr. Los ángeles de la guarda franceses, los amigos de la familia, nunca están lejos: hoy prestan un apartamento, mañana echan una mano. Cuando le pregunto sobre las claves de su integración en Francia, Thamer vacila: “No tengo ni buenos recuerdos ni malos. Aquí todo era muy diferente, pero al mismo tiempo nunca me sentí diferente”.

Como él, muchos de sus compatriotas han encontrado un sitio donde quedarse a su llegada a Francia: un familiar instalado anteriormente que les ha abierto sus puertas, unos compañeros de universidad que se han movilizado por ellos, algún conocido francés que los ha guiado por los vericuetos de la Administración. Pero tras esa ayuda inicial, cada uno se abre camino por sí mismo. No existe un verdadero reflejo comunitario, como en el caso de otros extranjeros.

“La emigración siria en Francia se remonta a varias generaciones. Siempre se ha caracterizado por su fuerte voluntad de ascensión social y de asimilación. Durante mucho tiempo, esta emigración procedía de las clases urbanas, a menudo francófonas. Además, la Iglesia católica siempre ayudó a los cristianos procedentes del Mediterráneo oriental señala Gilles Kepel, especialista del mundo árabe contemporáneo–. Pero ahora todo el mundo huye para salvar el pellejo. Tanto las clases medias como los campesinos de las zonas devastadas. Evidentemente, no todos gozan de las mismas oportunidades para llegar a Europa. Algunos tienen que pagar a un pasador. Esta inmigración, más parecida a la africana, con una mano de obra no cualificada, poco formada, asusta a los europeos”. Según las cifras oficiales, unos 10.000 refugiados sirios habían sido acogidos en Francia antes de la oleada de este verano.

“El primer obstáculo que hay que superar es la barrera del idioma”, resume Élisabeth Longuenesse, que dirigió el departamento de estudios contemporáneos del Instituto Francés del Próximo Oriente en Beirut y preside la asociación Alwane de ayuda a los niños sirios. “Cobrar un subsidio y estar en una lista de espera para un curso de francés es frecuente, cuando necesitarían 20 horas de clase por semana durante seis meses. Y lo mismo respecto a la vivienda. Algunos tienen contactos y se desenvuelven mejor, pero otros han invertido todos sus ahorros en el viaje. Sin dinero, van a parar a un alojamiento colectivo alejado del centro, o directamente al campo, lo que no es lo más indicado para insertarse en la sociedad”.

"Buen gusto por poco dinero"

Lina y Mohammed, los dos cincuentones, acaban de inscribirse para su segundo año en la asociación Pierre Claver. Una pareja muy chic –ella de traje sastre, él de sport elegante– que destaca entre la multitud de pantalones vaqueros y cazadoras que afronta esta mañana lluviosa y fresca. “Sin embargo, nunca compramos ropa de marca. Hay que saber encontrar cosas de buen gusto por poco dinero”, sonríe Mohammed, contento de que sus esfuerzos vestimentarios hayan sido advertidos. Cuando estos dos médicos –ella ginecóloga, él pediatra– abandonaron Homs en 2013, pensaban venir a “descansar un par de meses” en casa de su hija, que reside en París desde que se casó con un informático francés. Nunca regresaron. Desde entonces, su voluntarismo tropieza con las cuestiones prácticas. Una vivienda correcta pero alejada de París, en Aulnay-sous-Bois. Pero sobre todo, con la imposibilidad de encontrar trabajo pese a un estatus de refugiados obtenido en nueve meses. De ahí las prácticas en hospitales de extrarradio que no les permiten ver el final del túnel. “Estoy a prueba pese a mis 25 años de experiencia”, se desespera Mohammed, por más que ambos se cuidan mucho de criticar la acogida que les ha dispensado Francia. Lina prosigue: “En Homs, trabajaba sin parar. No estoy acostumbrada a vivir a expensas de los demás. Pero ¿qué podría hacer? ¿Limpiar casas? ¿Dedicarme a la venta?”, se pregunta esta mujer que, por el momento, se pasa los días cuidando de su nieto de un año, escribiendo y leyendo. Saca del bolso un ejemplar de Último día de un condenado a muerte, pero Victor Hugo le resulta “un poco difícil”. París le parece “muy bonito”, los franceses “inteligentes, amistosos y... violentos”. ¿Violentos? Lina echa mano del traductor del teléfono. “Perdón, benévolos”. En 2010, con ocasión de la boda de su hija, viajaron desde Francia unos sesenta invitados. Para agasajar a sus huéspedes, Lina y Mohammed los llevaron a visitar Palmira, que aún no había sido blanco del Estado Islámico.

Esta mañana, Milad, de 27 años, cambia de papel: tras dos años en la asociación Pierre Claver, ahora es él quien se ocupa de “cribar” y entrevistar a los candidatos a incorporarse a esta “incubadora” de integración que, además de cursos de francés, ofrece intercambios culturales durante todo el año, así como actividades deportivas y culinarias, y anima a todo el mundo a aportar su savoir-faire. Concentrado, con un cuaderno de notas sobre las rodillas, Milad sabe que, en cierta medida, tiene entre sus manos el destino de unos cuantos compatriotas recién llegados a Francia. Él ya está a salvo. Cuando llegó a París, acababa de pasar nueve meses en prisión por “activismo” y era una de las figuras de esa juventud indignada de Deraa, foco de la contestación siria desde 2011.

Hoy, ha ingresado en el CNAM (Conservatorio Nacional de Artes y Oficios) para obtener un diploma de programador de aplicaciones móviles, una opción que ha considerado más pragmática que continuar los estudios de literatura anglosajona iniciados en Siria. En el CNAM, Milad espera hacer verdaderas amistades, pues, pese a su buena voluntad, en los últimos dos años apenas ha tenido ocasiones para sumergirse realmente en la vida francesa. “Aquí, la gente está muy ocupada. No es fácil conocer a alguien en la calle o en el metro. Es normal. Y a mí apenas me queda dinero para salir después de pagar mi habitación”, dice este joven que no ha pisado un bar desde que está en París y que pasa mucho tiempo siguiendo por Internet la situación en Siria. Del centenar de conocidos que tenía allí, solo tres siguen en el país. Tres mujeres que ahora se han resuelto a abandonarlo cueste lo que cueste. Milad quiere disuadir a una de ellas. “Es demasiado peligroso. Espera un poco”, le dice a su novia.

Figura de la comunidad siria en Francia, Faruk Mardam Bey, exdirector de la biblioteca del Instituto del Mundo Árabe y especialista en literatura árabe de la editorial Actes Sud, sabe que el contexto de crisis es de todo menos fácil y que, tras las primeras oleadas de intelectuales, ahora llega “una masa desfavorecida” que tendrá más dificultades para adaptarse. Él llegó en 1965, a los 21 años. “Al día siguiente, tomaba un tren para Caen, pues me había matriculado en la facultad de allí. Al ver la lluvia y el paisaje normando, pensé en Flaubert y en Maupassant. Estábamos tan impregnados de cultura francesa que no me sentí fuera de lugar. Ni siquiera el café con calvados me parecía extraño”.

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