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Cartas de Cuévano
Tribuna
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Olas de azar

Me ha dado por llamar agua de azar a las raras coincidencias, sincronías y eso que llamamos chiripadas en México

Desde hace cinco lustros me ha dado por llamarle agua de azar a la ronda impredecible de raras coincidencias, calladas sincronías y eso que llamamos chiripadas en México (y que quizá provenga de la palabra Serendipity, que en inglés apunta a los descubrimientos o eurekas accidentales que aparecen cuando uno anda buscando precisamente otra cosa). Con pura agua de azar he logrado mantener una columna en un periódico mexicano de todos los jueves y apreciar el sinsentido de soñar un número que al amanecer ha de convertirse en la suma a pagarse en el desayuno con un amigo largamente olvidado o buscar un párrafo específico en un libro, bajarlo del estante de un librería de viejo (o de plano, bajar el libro por internet) y abrirlo precisamente en la página donde se encuentra el párrafo que andaba buscando.

Azar de agua salada se vuelve todo mar que se contempla siempre por primera vez y así, el Mediterráneo que parecía ya predecible hasta en canciones memorizadas desde siempre es uno y el mismo, ajeno y totalmente otro donde ciertos paisajes parecen coincidir exactamente con una imagen intacta de la infancia o con algo jamás imaginado. Oleaje de azar en la concordancia de soñarme convertido en legionario romano, diría Freud como acto fallido o deseo encarnado de todo aquel que no acostumbra caminar largas horas bajo el Sol en sandalias y bermudas como falda de centurión confundido y olas de azar en la lista imaginaria de libros que uno lleva en la cabeza cuando de pronto y de sobremesa alguien empieza una conversación sobre el autor de uno de ellos y el camarero parece personaje de sus páginas.

Manuel Viejo firmó hace días un reportaje en este periódico donde narra que en Plasencia acaba de verificarse un raro baño de aguas de azar. Sucede que Silvestre Llorente Núñez de 102 años de edad, hasta hace unos días ingresado en el Hospital Virgen del Puerto de aquella localidad de Cáceres, nació en un pueblo extremeño llamado Barrado en el valle del Jerte. Pertenece a un mundo donde llamaban guarrapinos a los cerdos, con horarios de pastor que recorre las huertas para visitar todos los días a sus gallinas. Cuando cumplió siete años de edad, Silvestre estrenó su primer par de zapatos para iniciarse como pastor de cabras en las montañas de Jerte y así ha vivido la suma de las horas, días que son años y ya más de un siglo de vida apacible, cuidado hasta el Sol de hoy por sus nietas. Como bien informa el reportaje de Manuel Viejo, a Silvestre Llorente Núñez le acaban de presentar en el hospital donde estuvo ingresado a doña Silvestra Mahillo Garrido, nacida también el 31 de diciembre de 1912, con algunas horas de diferencia, algunos kilómetros entre sus respectivos pueblos y más de un siglo de vidas tangentes.

Silvestra anduvo descalza hasta los 16 años en ese mundo donde las alpargatas y zapatos eran destinadas para los hombres de casa y caza, cuenta que cultivó luego garbanzo, pimiento y algodón y que durante un tiempo llevó en la cabeza la tabla con la harina que se entregaba en la tahona de su pueblo. A Silvestre –con zapatos desde niño—y a Silvestra –quizá ahora de nuevo descalza—les han inventado que deberían por lo menos echarse un baile… e incluso, no faltó la enfermera que sugirió como guinda la posibilidad de inventarles un matrimonio.

La ocurrencia no pasa de ser esencialmente la comidilla fugaz del piso del hospital donde los presentaron, la razón para que más de uno suponga una conexión cósmica y un nuevo orden para el decurso de los planetas o el pretexto ideal para suponer que hay una secreta cuadrícula del tiempo que pasamos por alto cuando dependemos demasiado de las agendas electrónicas. En realidad, es pura agua del azar puro: dos venerables ancianos se conocen accidentalmente en una clínica, tan sólo para descubrir que ambos llevan el mismo nombre por haber nacido en tiempos en que el santoral imponía la gracia de cada quién desde el parto, ambos nacidos el mismo día de un año de ya un siglo pasado… sin tener no más en común que el serenado humor de un sosiego feliz, algo que podría parecerse al suspiro que dejan escapar los infantes a punto de dormir o la mirada fija en el paisaje con la que un joven aventurero se hace a la mar.

Me pregunto si he de coincidir algún día con la mujer que vi pasar con prisa por una calle en Madrid sin tener oportunidad de abordarla o si he de abrir mañana en una librería de viejo el ejemplar que perdí en una mudanza que ya ni prefiero olvidar. Me pregunto si fuera posible vivir un siglo sin saber que a unos metros de la habitación donde he de intentar seguir un sueño viva de vecina la adorada anciana desconocida que pasaba desapercibida en el patio de un kínder donde alguien me entretuvo con un pase cambiado o un balonazo que no llegó a gol. Será entonces que hoy mismo, en el espejo del mar Mediterráneo, las olas se encarguen de hilar con espuma el retrato intacto del mismo que fui pudiendo ser Otro, siendo siempre el que soy… que tanto extraño.

Jorge F. Hernández

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