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Columna
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Foto del gobierno mundial

El G-7 ya no volverá a ser el G-8, como se le denominaba durante los años de asistencia rusa. Ya van dos años sin que acuda Moscú

Lluís Bassets

Un año ya sin Rusia. Por segunda vez, el G-7 se ha reunido sin el presidente ruso, después de una historia ya institucionalizada de 16 años, desde la cumbre de Denver, cuando Bill Clinton invitó a Boris Yeltsin a que se incorporara al directorio mundial que conforman los dirigentes de los siete países más industrializados.

El G-7 ya no volverá a ser nunca el G-8, tal como se le denominaba durante los años de asistencia rusa. Era una participación más fruto de una voluntad diplomática integradora que de una realidad política y económica. Ni Rusia era entonces mucho más democrática que ahora ni entonces era, como no es ahora, una de las potencias económicas que más cuenta en el mundo. Se trataba de cerrar las heridas de la guerra fría e incluirla en la cima de la gobernanza mundial. Todo esto se fue al garete con la anexión de Crimea en marzo de 2014.

Cayeron las sanciones económicas sobre Rusia y se suspendió provisionalmente la participación de todos los socios occidentales en la cumbre que precisamente debía celebrarse en Sochi, en el Mar Negro, bajo presidencia rusa. A la vista de cómo ha evolucionado el conflicto entre Rusia y Ucrania, la suspensión ya no es provisional y el G-7 regresa a su formato original, como directorio de los países democráticos e industrializados, todos aliados de Washington, es decir, las potencias occidentales más Japón. Nada permite intuir que las cosas vayan a cambiar en los próximos años, ni por la evolución económica de Rusia ni tampoco por la política. Por eso Rusia no volverá.

El G-7 pesa mucho: representa solo el 11% de la población, pero acumula un tercio del PIB mundial. Durante la crisis económica pudo parecer que el G-20, que reúne teóricamente las economías más grandes del planeta, le pasaba la mano por la cara. Pero no ha sido así. “En la práctica, el G-20 básicamente amplía la base de apoyo y el alcance de los compromisos directos del G-8”, dice Josep M. Colomer en su libro El gobierno mundial de los expertos (Anagrama).

El problema del G-8 es otro: su población se encoge, es la más anciana del mundo y sus economías también serán cada vez más pequeñas con relación al conjunto. Quien falta en el directorio mundial no es Rusia, sino China, y luego India, Brasil, y todo lo que sigue.

Al final, la reunión del G-7 se sintetiza en un largo y tedioso comunicado, unas conferencias de prensa y unas fotos. Ahí está la lista entera de los graves problemas mundiales, en la letra pequeña que a pocos interesa.

Como corresponde a los tiempos de la política de la imagen, el país anfitrión elige escenarios de gran fotogenia. Quienes pretenden gobernar el mundo quieren que sus reuniones ocupen las primeras páginas de los periódicos y los prime time de las televisiones.

En la foto de este año, en Baviera, no está Putin y solo se ve a Merkel con los brazos extendidos, como si cantara, y Obama, que la escucha sentado en un banco ante un escenario alpino de película. De la política de la imagen surge al final la imagen que queda de la política.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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