El otro embajador de Cuba en EE UU
Emilio Cueto, abogado retirado del Banco Interamericano de Desarrollo, guarda en su hogar miles de recuerdos de la isla caribeña
Nada más abrirse la puerta del apartamento del barrio residencial de Washington, la emilioteca, como la llaman los amigos, desborda al visitante. No hay pared, habitación ni apenas trozo de suelo de la vivienda de Emilio Cueto que no esté abarrotada de libros, discos, objetos de arte, chucherías o catálogos. En dos pisos adosados se apilan cuadros, cajas de cigarros, estampitas, estatuillas —tanto de la Virgen del Cobre como de Fidel Castro o el Che—, carteleras de teatro, vajillas decorativas, jarrones, curiosidades y, lo más preciado para Cueto, su archivo, con más de un millón de documentos. Todo ello con un único hilo conductor: Cuba.
“Esto es Cuba en cuatro paredes”, resume Cueto sobre su inmensa colección privada, quizás la más grande de objetos relacionados con la isla del mundo y que se apodera hasta de los armarios y de uno de los baños de su dueño. Estante tras estante descansan tanto las obras borradas de la historia oficial cubana por la revolución como iconos de esta o parodias de la misma. A su lado, muestras de la huella —a menudo insospechada— que Cuba dejó en todo el mundo, como unas tazas de Japón o Inglaterra inspiradas en “Havana” o porcelanas de Maastricht con escenas cubanas.
Cada objeto es fruto de más de medio siglo de minuciosa recopilación de toda curiosidad, artículo o libro que tuviera algo que ver con la isla donde Cueto vivió los primeros 17 años de su vida. Hasta que fue enviado a Estados Unidos en 1961 con la Operación Pedro Pan, que sacó a más de 14.000 niños cubanos de Cuba tras la revolución liderada por Fidel Castro. El conjunto es, espera, su legado para Cuba, a la que regresa siempre que puede y donde le gustaría que su colección acabe, disponible para que los que no logran salir de la isla puedan viajar a través de estos objetos.
También, apunta, como un intento de devolverle a Cuba un legado en parte perdido u olvidado y, en el camino, “ayudarle a ser un país normal de nuevo”. Paso a paso, “quitando ladrillos a muros establecidos”, explica con su eterna sonrisa. Por eso, en su colección cabe todo. Cueto no descarta nada, ni por afinidad estética ni por ideología.
“Mi casa es la metáfora de lo que Cuba tiene que ser. Aquí no hay exclusión de nadie, porque es la única manera de hacer una nación próspera y normal, tenemos que salir del excepcionalismo que estamos viviendo”, afirma.
Mucho antes de que EE UU y Cuba empezaran a discutir el intercambio de embajadores tras anunciar la normalización de relaciones el 17 de diciembre, ahí estaba Cueto, con décadas de antelación, como el embajador no oficial, con sus incansables esfuerzos por tender puentes entre dos países a los que debe tanto, dice.
“En cierta manera eso he sido [un embajador], he vivido en este país que me ha dado tanto y logré vivir en el otro que me dio mucho, los quiero a ambos y soy las dos cosas, y las dos viven en mí”, afirma este abogado jubilado del Banco Interamericano de Desarrollo (BID).
Por sus circunstancias, Cueto podría haberse convertido en uno de tantos exiliados cubanos de su generación que transformaron en odio por el castrismo el dolor que sentían por haber tenido que abandonar la isla. Pero Cueto dejó en La Habana, donde nació hace 71 años, a su madre, su hermana y su tía. Por eso siempre tuvo parte de su corazón en la isla, a la que solo pudo regresar por primera vez en 1977, para ver a su madre moribunda, tras cuatro años y cuatro meses de esfuerzos burocráticos. Y por eso sabe que ese es un dolor compartido, algo que podría también servir para volver a tender puentes.
“No olvido el dolor de ambos lados y no me permito olvidarlo, porque si no, uno no puede ser parte de la solución, es parte del problema. Y yo quiero ser parte de la solución”.
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