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Columna
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Paseo por Maidán

El próximo golpe ruso, en Mariúpol, abriría un corredor hasta Crimea y cerraría el acceso al mar

Lluís Bassets

Paseo por Maidán, el epicentro de las revoluciones ucranias. Nadie diría que esta es la capital de un país en guerra. Lo recuerdan los minuciosos y lógicos controles en edificios públicos y oficiales. Casi nada más. Y, claro, las velas en memoria de los héroes caídos en los enfrentamientos, los primeros de las más de 6.000 vidas segadas por esta guerra tan sangrienta como cualquier otra, pero sigilosa y huidiza. Por el resto, Kiev es como cualquier ciudad europea: tráfico, consumo, coches de lujo y restaurantes llenos.

Paso en ella 72 horas, pocos días antes de la Cumbre Unión Europea-Ucrania que se celebró el lunes, la primera tras la firma del acuerdo de Asociación que está en el origen del conflicto. Maidán resurgió de las cenizas de la revolución naranja (entre 2004 y 2005) cuando el presidente Yanukóvich, un cleptócrata adicto a la extorsión, rompió la negociación del acuerdo de Asociación en noviembre de 2013. Los manifestantes le echaron porque querían ser europeos en vez de rusos como les prometía, tras echar las cuentas de quién le ofrecía más dinero.

Empiezo la inmersión en Mezhyirya, que retrata con su derroche y su mal gusto faraónicos al presidente ladrón y corrupto que la habitó. Es evidente que Ucrania vivió una ruptura democrática, puesto que al Parlamento que le echó le faltaban unos pocos votos para que la destitución fuera plenamente legal según la anterior Constitución. Fue una revolución democrática que derribó a un autócrata electo. El único golpe de Estado, subrepticio y con maestría de jugador de ajedrez, lo dio Putin en Crimea. No lo dijo entonces pero ahora ha reconocido que fue una operación que planificó y supervisó personalmente. Todos temen que su próximo golpe sea la toma de Mariúpol, en el mar de Azov, y la creación de un corredor hasta Crimea y Odessa, que dejaría a Ucrania sin salida al mar.

Escucho y me entrevisto con medio centenar de personas, desde diputados y jóvenes que combaten la corrupción hasta el primer ministro Arseni Yatseniuk, gracias a la ayuda de un think tank ucranio, el Instituto de Política Mundial. En síntesis: hay tres proyectos de Ucrania en competencia y en algunos casos en combate sangriento. El de Putin: Ucrania ni siquiera es un país y Moscú no va a permitir que la UE y la OTAN amplíen su perímetro hasta las lindes de Rusia y, todavía menos, que se exhiba el pésimo ejemplo de una democracia representativa y liberal en las narices de los rusos. El de los demócratas ucranios, que quieren hacer un país nuevo, sin corrupción y con democracia, arrimado en todo a Europa, a la que se sienten defendiendo, armas en mano. Y el de la UE, esos 28 países sin política de seguridad y exterior común, que quieren apoyar a Ucrania sin irritar más de la cuenta a Putin, mantener las sanciones a Rusia pero no dar armas a los ucranios para que se defiendan. El proyecto de la UE irrita a todos y no es seguro que sirva para mantener la frágil tregua de Minsk II y evitar la catástrofe una guerra abierta.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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