La línea roja
Vetar en la OTAN a los ucranios y asociarlos a la UE desarmaría la crisis
En Ucrania se enfrentan dos relatos incompatibles. La opinión pública rusa está convencida de que EE UU quiere anular a Moscú en el mundo; y la norteamericana, de que Vladimir Putin quiere reconstruir el imperio soviético. Es un conflicto dentro de un problema. El conflicto es el enfrentamiento militar en el este de Ucrania entre separatistas prorrusos y nacionalistas de Kiev, y el problema, de qué lado acabará por caer el botín ucranio. La canciller Merkel y el presidente Hollande estarán hoy negociando en Minsk con el presidente ruso y el ucranio, Petró Poroshenko, sobre cómo poner fin a las hostilidades, que es el conflicto, para ganar un tiempo precioso con el que encarar el problema.
A comienzos de los años noventa, los presidentes norteamericano, Bill Clinton, y ruso, Borís Yeltsin, anunciaban una nueva era de amistad y cooperación estratégica entre sus países. Pero la percepción en Moscú de que Washington aspiraba a algo más que a una colegiatura agrió esos propósitos y Putin argumenta hoy que se le habían dado garantías a Rusia de que a cambio de aceptar la reunificación de Alemania no habría progresión de la OTAN hacia el Este. Pero los que vivieron aquel tiempo, el secretario de Estado norteamericano James Baker, su homólogo alemán Dietrich Genscher, y hasta el último líder soviético, Mijail Gorbachov, desmienten que nadie nunca prometiera nada. Y una Rusia que se cree engañada despliega una política de containment de EE UU, de refuerzo de la multilateralidad, así como una guerrilla diplomática que le lleva a poner buena cara a Irán, Siria, los bolivarianos y todo aquel que no sea feliz con el predominio norteamericano.
En esa doble narrativa Ucrania es además de extensión geopolítica para Occidente, línea roja para Rusia.
La agitación popular, alentada por Washington, provoca un cambio político en Kiev, que rompe un relativo equilibrio para alinearse con Occidente, de forma que UE y OTAN vuelven a ser oficialmente objetos de deseo. La réplica de Moscú es la ocupación y anexión de Crimea con una explicación y un pretexto. La primera es que, con Ucrania en la Alianza, Rusia perdería la base naval de Sebastopol —arrendada a Kiev— y con ello su mejor salida al Mediterráneo, y el segundo que la mayoría de los habitantes de la península prefieren ser rusos. Ante la imposibilidad de reconciliar a Ucrania con la pérdida de ese territorio, nace una guerrilla prorrusa en Ucrania oriental —el Donbás— que Moscú arma, entrena y financia y que en la práctica ya ha hecho secesión. Y para complicar más, un batallón de halcones en Washington presiona a Obama para que arme a Kiev. La oposición de Angela Merkel, porque cree que eso no amedrentaría a los rusos y enconaría la guerra, constituye una grave disensión dentro del problema/conflicto, que puede, de paso, rubricar la plena mayoría de edad internacional de Alemania.
La única forma de desarmar la crisis sería algún compromiso que vetara el ingreso de Ucrania en la OTAN, compensado con una asociación con la UE. Pero la línea roja rusa no parece que ceda ante la extensión geopolítica de Occidente. Y Crimea quedaría extrañada para siempre.
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