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Giorgio Napolitano, el anciano presidente que doblegó a Berlusconi

El único jefe de Estado italiano en ser reelegido, antiguo comunista, dejó esta semana el cargo tras ocho años y medio

El periodista Indro Montanelli dijo de Silvio Berlusconi: “No tiene ideales, solo intereses”. De Giorgio Napolitano se podría decir, exactamente, lo contrario. El pasado miércoles, a las diez y media de la mañana, el viejo comunista —dentro de unos meses cumplirá 90 años— firmó su dimisión como presidente de la República, se despidió de sus colaboradores en el palacio del Quirinal y regresó tranquilamente, del brazo de su esposa, a su apartamento del barrio romano de Monti. Sin más alharaca que la que quisieron montar Domenico el barbero y Pietro el carnicero ante el regreso de su vecino más ilustre después de ocho años y medio al frente de la jefatura del Estado. Un mandato doble —nunca antes se había reelegido a un presidente— en el que Napolitano logró, entre otras cosas, que los intereses particulares de Berlusconi no se superpusieran a su legítimo ideal de político que no se deja chantajear.

No fue fácil. Si ya el presidente anterior, Carlo Azeglio Ciampi, sufrió el populismo de un magnate y político bendecido por las urnas, a Giorgio Napolitano le tocó enfrentarse a la peligrosa agonía de una bestia herida. Y lo hizo descabalgándolo primero del poder, obligándolo después a aceptar un gobierno técnico que sacara a Italia de sus entuertos y resistiéndose más tarde —cuando las condenas judiciales lo dejaron fuera de la primera línea de la política— al indulto que, unas veces por las buenas y otras por las no tan buenas, Berlusconi no ha parado de exigir. No eran pocos en Italia los que daban por seguro que, antes o después, el viejo presidente de la República aflojaría el pulso y, por encima o por debajo de la mesa, ofrecería al otrora Cavaliere una escapatoria de la justicia a cambio de su apoyo a las reformas que tanto necesita Italia. Pero Napolitano, aun siendo el primer instigador de esas reformas, se negó a pagar un precio tan alto.

Y ahora, desde su apartamento de Vía dei Serpenti o desde el despacho que, como senador vitalicio, le corresponde en el palacio Giustiniani, Napolitano puede volver la vista atrás y observar satisfecho las razones por las que, en la hora del adiós, François Hollande le ha enviado ese mensaje de despedida —“eres un amigo de Francia, y Francia está orgullosa de tener un amigo como tú”— o Barack Obama aprovechase en 2009 la reunión del G8 en L’Aquila, donde acababa de producirse el terrible terremoto, para declarar públicamente su amistad: “Napolitano tiene una reputación maravillosa. Y merece la admiración de todo el pueblo italiano, no solo por su carrera política, sino también por su integridad y gentileza: es un verdadero líder moral y representa de la mejor manera a vuestro país”. En aquel momento, las declaraciones de Obama no fueron entendidas solo como un elogio al presidente de la República, sino también como una llamada de atención hacia los valores —liderazgo moral, integridad, capacidad de representar dignamente a un país— que no adornaban precisamente al primer ministro, Silvio Berlusconi.

Napolitano, por añadidura, era el primer presidente comunista de la historia republicana, y a Silvio Berlusconi le encantaba agitar el fantasma del comunismo para reforzar su liderazgo. Por tanto, que un presidente de los EE UU hiciera tal elogio de la reputación y de la “carrera política” de Napolitano —siempre ligada al mítico PC— supuso entonces un gran disgusto para el jefe de Forza Italia. Pero nada comparable con lo que tendría que soportar cuando —noviembre de 2011— Napolitano, respaldado por Bruselas y los mercados, le quitó literalmente al Gobierno de Italia, al borde del precipicio económico y moral, y lo puso en manos de un gabinete técnico dirigido por Mario Monti.

A partir de ese momento, un Napolitano ya anciano se convierte en figura central de la política italiana y europea. Atrás queda toda una vida dedicada a la política. En 1942, nada más licenciarse en Derecho, fundó un grupo antifascista que, durante la II Guerra Mundial, tomó parte en numerosas acciones contra los nazis. En 1945, con solo 20 años, se afilió al Partido Comunista Italiano (PCI), donde permaneció hasta 1991. Del currículum de Napolitano resulta especialmente atractivo la naturalidad con la que ha sabido combinar su trayectoria comunista —en él se sintetiza toda la historia del PCI del “dopoguerra”— con su condición de hombre de Estado: parlamentario desde muy joven, desarrolló cargos tan sensibles como presidente de la Cámara de Diputados o ministro del Interior. Los periódicos italianos destacan estos días precisamente que siempre hizo lo que había que hacer en cada momento: la batalla contra el fascismo, la construcción de una república constitucional y su compromiso con las instituciones. Un compromiso que el PCI ya demostró cuando, en los años duros de la lucha al terrorismo, se situó al lado de la Democracia Cristiana (DC) para plantar cara al terror.

Los últimos años, en cualquier caso, no han sido fáciles. Su entorno ha desvelado que, a veces, la amargura superó incluso su cansancio físico. No solo porque la debilidad de los partidos tradicionales —en permanente gresca con sí mismos y sordos ante las nuevas demandas ciudadanas— le obligaron a repetir mandato, a forzar hasta el límite sus prerrogativas constitucionales, a proponer candidatos —Mario Monti, Enrico Letta— que después eran derribados por ajustes de cuentas partidistas, sino porque se convirtió en blanco diario de los ataques de Beppe Grillo y de Silvio Berlusconi. El líder del Movimiento 5 Estrellas, utilizando el mismo trazo grueso con el que luego ha tachado las esperanzas de su propio grupo, acusó al viejo comunista de los mismos pecados de la casta más corrupta. Y Berlusconi, de quien vuelve a depender en gran medida la elección del próximo presidente de la República, aún no se cree que el viejo Napolitano le haya resistido el pulso.

El pasado jueves, a las diez y media de la mañana, justo 24 horas después de firmar su dimisión como presidente de la República, el ya expresidente Giorgio Napolitano llegó al palacio Giustiniano para hacerse cargo de su despacho como senador vitalicio de la República. Se quitó su sombrero, saludó con un esbozo de sonrisa y se puso a trabajar. La normalidad republicana que tanto celebran en su barrio Domenico el barbero y Pietro el carnicero.

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