Desarreglo del mundo
Las consecuencias de la desaparición de la URSS todavía se sienten en la política mundial
En el periodo 1989-91 se produjo la implosión de la Unión Soviética. Implosión, no explosión, porque por mucho que el presidente Reagan reclamara el mérito de haber forzado a Moscú a una carrera que no podía sostener, la muerte fue de propia mano. Y esa nova en desintegración surtía efectos que llegan hasta nuestros días: una bipolaridad que se autodestruye, y a la que vagamente reemplaza lo que llamamos multipolaridad, que es una forma de ocultar que no sabemos a ciencia cierta qué sucede; pero sí que hay un desencuadramiento de Europa, en el que antiguas alianzas se aflojan o desaparecen y algunas nuevas se hacen sitio; los partidos de izquierda tienen que reinventarse una vulgata, tras la liquidación del marxismo-leninismo; a la clase trabajadora, con la instalación del neo-liberalismo, le salen más caros los convenios colectivos; y el desbordamiento de la inmigración del llamado Tercer Mundo produce una gran floración de partidos de extrema derecha.
EE UU ha 'desatendido' su histórico patio trasero lo que azuza el crecimiento del terror yihadista
EE UU debe hacer un sobre-esfuerzo para llenar el vacío estratégico evacuado por la URSS y eso facilita la emergencia de nuevos actores, como Brasil, escenificado de gran potencia regional, y la insurrección del chavismo venezolano; Washington, enzarzado en operaciones en tierras del Islam asiático, nutre el terror yihadista, Al Qaida, y su sucesor de servicio, el Estado Islámico o ISIS, instalado entre Siria e Irak. Con la Unión Soviética vivíamos mejor porque podía parecer que todo estaba en su sitio, amigos y enemigos llevaban el carnet de identidad en la boca: conmigo o contra mí. Y como la naturaleza –y la geopolítica- le tienen horror al vacío había que aprovechar la coyuntura para edificar un nuevo enemigo.
Al Qaida se graduó en vesania antioccidental con el atentado de las Torres Gemelas (2001), pero carecía de la capacidad de regimentación que tuvo Moscú. Y, solo muy recientemente, el Estado Islámico, hace méritos para la sucesión. Parece probable que el recentísimo atentado contra Charlie Hebdo en París sea de procedencia yihadista, pero la grave amenaza contra Occidente que supone el califato, no desmiente que su enemigo principal son los regímenes árabes, a los que considera traidores a una idea retrógrada y criminal del Islam, sostenidos, consentidos y paniaguados como están por EE UU. La paradoja es que la resistencia a ISIS en su tentativa de expansión territorial corre a cargo de enemigos declarados de Occidente, como la Siria de Bachar el Asad; el contingente iraní que combate en defensa de Bagdad; y reivindicaciones olvidadas como la del pueblo kurdo, todos ellos bajo el paraguas de la campaña de bombardeos que dirige Washington. Y aún es más notable que el resto de países árabes no muestre mayor interés por asignar tropas de tierra al combate, quizá porque recelan un viento de futuro en el extremismo yidahista, mientras que de todo el mundo, islamistas de tradición o sobrevenidos, procedentes incluso de Europa, afluyen a las filas del Estado Islámico.
Moscú y Washington existen por definición para acampar en bandos opuestos
La desaparición de la bipolaridad ha engendrado bipolaridades incipientes y sectoriales como un cisma -por ahora contenido- entre bolivarianos y liberal-conservadores de toda la vida en América Latina, que el regreso de Cuba a las instituciones panamericanas no puede conciliar; y un ten con ten armado hasta los dientes en el mar de la China, donde Pekín juega sus bazas de gran potencia frente a EE UU y Japón, mientras numerosas voces aseguran que el imperio del centro es el nuevo agente de una bipolaridad universal. Podría aducirse que la geopolítica no ha cambiado tanto, puesto que antiguas rivalidades se mantienen como la tentativa del presidente ruso Vladimir Putin de convertirse en un segundo Pedro el Grande, con la rebatiña frente a EE UU y la UE por Ucrania. Pero nadie niega realidades históricas como la que profetizó Tocqueville en 1832 al afirmar que EE. UU. y Rusia serían las dos superpotencias dentro de 100 años, y que, por definición, Moscú y Washington existen para acampar en bandos opuestos. Pero esa bipolaridad se concentra en el antiguo feudo ucraniano de la URSS, y ambas potencias son muy conscientes de que no les conviene una nueva Guerra Fría. Si Moscú fue un par relativamente equiparable a Washington, el Estado neo-zarista de Putin tiene hoy, en cambio, menos de la mitad de la población de la antigua Unión Soviética, y un ejército de recelos en una Europa del Este, que mantuvo medio siglo en arresto domiciliario.
Este es un mundo en el que, como decía Ivan Karamazov: “Si Dios no existe –y se podría añadir, donde le sustituye el alud abrumador de comunicaciones de Internet-, todo está permitido”.
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