Sin embargo
Lichi está porque me consta en el silencioso puente por donde pasa un tren a ninguna parte en Arroyo Naranjo tan cerca de La Habana
Yo tuve un hermano grande. No nos vemos ya nunca, a menos de que lo lea, pero no importa: mi hermano camina mientras yo duermo. Sueño los párrafos perfectos de sus crónicas y las enredadas tramas sencillas donde cada uno de sus personajes se vuelven entrañables; sueño los versos que llevaba bajo la piel de poeta, las mil historias y una historia que narraba de sobremesa, los pasitos de charleston que inventaba para divertir a mis hijos y las ganas de llorar cada vez que evocaba a su isla. Se llama Eliseo Alberto de Diego y García Marruz, pero le decimos Lichi y no pasa un solo día sin que conversemos de madrugada, a veces de cinco a seis como quien se cambia la sangre de todos los días para refrescar las ideas, imaginar otra vereda posible para los amores siempre imposibles e inventar de nuevo aquellas palabras raras que de pronto parecían enredadera de etimología en la manera con la que Lichi cantaba las cosas.
Tiene razón Sergio Ramírez cuando en las mismas páginas de este periódico declaró “Ninguno como Lichi” y evocó algunos de sus libros como títulos ya para siempre: Caracol Beach,Informe contra mí mismo, Dos cubalibres… y agregaría por obligación emocional y gratitud de lector asiduo La fábula de José, La eternidad por fin comienza un lunes, Esther en alguna parte, El retablo del Conde Eros y cada uno de los artículos, cuentos inconclusos, conversaciones esfumadas, íntimos sonetos, ocurrencias al vuelo y magias que soltaba Lichi con sólo andar por este mundo… lo confirmo a diario, y sin embargo: Lichi ya no está, aunque siga estando en cada latido de párrafos. Está porque me consta en el silencioso puente por donde pasa un tren a ninguna parte en Arroyo Naranjo tan cerca de La Habana y en una bocacalle de esa ciudad vieja, con arquitectura de salitre, donde el mar le roza la falda de su malecón. Está en la música con la que parece quedarse mirando por la ventana de un parque y en el juego con el que mueve los dedos de la mano derecha mientas recita un verso de Papá Eliseo o el poema incandescente de tía Fina García Marruz. Está en la carcajada de su hermano como eco del susurro con el que sonríe ahora mismo Fefé y en las ocurrencias en menos de 140 caracteres con los que de vez en cuando me abraza su hija, tan de lejos, siendo mi vecina.
Que alguien me niegue que veo lo que no veo y que está conmigo quien en realidad falta, y sin embargo ni yo puedo contradecir que quienes ocupan ya la sombra de un vacío en realidad no pueden ser ya vistos y están tan sólo en el íntimo silencio con el que se forman los recuerdos viejos. Alguien dice que te piensa y que por evocarte te hace presente, cuando en realidad –la realidad en redundancia—te engaña con una verdad inapelable: no estás para conversar el instante y opinar sobre las circunstancias inmediatas y sí, de estar mi Lichi sería la primera persona a la que llamaría para comentar el inesperado discurso de Barack Obama, el insulso mensaje de Raúl Castro, la irónica sincronía de un Papa tan argentino como el Che, las cinco décadas de embargo… y sin embargo, veo y leo todas las voces encontradas ante la insólita decisión: por un lado, quienes aseguran que la hermosa alocución del presidente negro citaba a José Martí y esbozaba frases en español como puentes de una comprensión fincada en la idea de que nadie puede esperar resultados diferentes si sigue empecinado –embargado durante medio siglo en un absurdo embargo—en practicar políticas y estrategias que sólo arrojaban nulos resultados, mientras que por el otro lado, escucho que se quejan no pocas voces que interpretan la rumba de estos días como un triunfo de la dictadura de los hermanos Castro no sólo sobre los inquietos intereses del capitalismo en colores pastel, sino sobre el juicio de la Historia misma.
Nadie sabe a ciencia cierta si el buen deseo de que la recomposición de relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados Unidos ha de fertilizar la libertad de quienes desean quejarse a voz en cuello en plena calle del Vedado o si la inyección de capitales crujientes ha de sembrar de comida rápida, pantallas planas y basura cibernética a la isla que parecía haberse congelado en un óleo de coches antiguos, casas coloniales de frágil repostería y paladares excéntricos y excelentes en las antiguas cocheras de los edificios en medio de una selva incómoda de escasez constante, pero alguien podría imaginar que el solo gesto de tenderse la mano entre antiguos enemigos augura una calma anhelada en tierra de huracanes constantes. Una tregua a tanta distancia y lágrima de uno y otro lado del mínimo estrecho del mar Caribe que separaba familias, rompía para siempre la oportunidad de una conversación o el hilo del humo de un puro que por algo llamamos habano.
Se cumplen hoy mismo cien años de la increíble anécdota de un partido de futbol celebrado en medio de las trincheras de la Primera Guerra Mundial, en algún lugar de Bélgica que no quedó fotografiado aunque ha sido multicitado y recreado en pantallas gigantes. Nadie sabe si el balón fue propuesto por las cansadas tropas alemanas o si fueron los enlodados soldados ingleses, franceses y canadienses aliados que decidieron una gambeta navideña mientras los generales y políticos de las potencias en guerra decidían en los palacios, allá lejos, qué otros puntos del mapa bombardear con mostaza y pólvora. A nadie le consta el marcador final y sólo se ha vuelto leyenda que a los pocos días, los soldados jugadores volvieron a las armas y a matarse entre ellos… pero hubo una noche hoy, en que la tregua señaló al menos el inmenso absurdo de sus respectivos odios y no tengo aquí a Lichi para caminar por los parques y leer todos los párrafos posibles, pero imagino que desde donde está sonríe con leves pasitos de un son adolorido de tan feliz: desea como yo que tanto luto de décadas pasadas se vuelva canción, que todos los cubanos de cualquier playa posible se den el abrazo que se deben entre ellos desde hace media vida, casi todo un siglo y que todo lo que no consta, se sienta al menos a partir de ahora como una fruta palpable.
A nadie consta la crónica que consigna Lichi en el primer texto de Dos cubalibres donde una pianista resucita a Lecuona al fondo de un bar, mientras que en la trinchera sudorosa de la barra se forman dos bandos de cubanos que parecen antagónicos: unos que llevan camisas a cuadros almidonadas y otros, con guayaberas amarillitas, unos mulatos y otros más negros que un teléfono, entre rubios que fuman puros largos; de un lado se enredan con la genealogía casi herádica del ron (que si es Matusalén, Bacardí o Havana Club es el papá del néctar de las cañas) y del otro, se atoran con defender o denostar a la Coca-Cola (que si es agua negra del imperialismo yanqui o la dispensable bebida que nunca se extraña en un mojito). Tantos muertos en balsas a la deriva, tanto héroe anónimo en páginas en bronce de la épica revolucionaria en blanco y negro, tantos presos por escribir lo que se sentía a contrapelo de la mayoría o por cantar canciones de cuando Lennon y McCartney estaban proscritos, tanta gente buena junta en los conciertos de Pablito y en las canciones que ni Silvio podía evitar que se volvieran coro, tanto Amaury en abril y tanta azúcar de Celia en altamar, tanto poeta que no deja huellas en la arena, tanta prosa sublime en cada libro y tanto sabor en el andar… Dime Lichi, que parece que te oigo: “No se trata que debamos estar de acuerdo sino todo lo contrario: tenemos que aprender a estar en desacuerdo” y entonces sí, esta tregua que ya sea larga, celebra la Navidad en donde antes fueron trincheras como una sola estrella de esperanza, no en la boina de un fantasma, sino en el diálogo y la construcción donde todos los que intentamos amar a Cuba al menos lo mismo que la amas tú podamos pensarla y gozarla sin embargo.
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