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De Panamá a Panamá

Un hilo conecta la invasión de 1989 —la última gran intervención de EE UU en el patio trasero— con la normalización con Cuba, que cierra la Guerra Fría en América

Marc Bassets
Protesta contra EE UU en Panamá en el aniversario de la invasión
Protesta contra EE UU en Panamá en el aniversario de la invasión REUTERS

La invasión de Panamá, de la que esta semana se cumplen 25 años, fue una guerra breve y pequeña: diez días y unos centenares de muertos, según los cálculos oficiales. Pero sus significado histórico no es anecdótico.

Podría trazarse un arco entre diciembre de 1989 y diciembre de 2014. Entre la última guerra unilateral de Estados Unidos en el viejo patio trasero y la normalización, 25 años después, de las relaciones entre Washington y La Habana, que liquida el último vestigio de la Guerra Fría en el continente americano.

El ciclo puede cerrarse definitivamente en Panamá, que en abril albergará la Cumbre de las Américas. Allí se verán el presidente de EE UU, Barack Obama, y su homólogo cubano, Raúl Castro.

Después de Panamá EE UU intervino en otros lugares del mundo —en la propia América: en Haití, en los Balcanes, en Oriente Medio, en Asia Central— pero América Latina desapareció del radar geopolítico.

“Conciudadanos: anoche ordené el despliegue de fuerzas de EE UU en Panamá”, dijo en un discurso a la nación, a las siete de la mañana del 20 de diciembre de aquel año prodigioso, el presidente George H.W. Bush. “Los objetivos de Estados Unidos han sido salvaguardar las vidas de americanos, defender la democracia en Panamá, combatir el tráfico de drogas y proteger la integridad del Tratado del Canal de Panamá”.

Panamá era la sede del Comando Sur de EE UU, responsable de las operaciones en Centroamérica y América del Sur. Y el canal se encontraba todavía bajo control norteamericano.

El 3 de enero Manuel Noriega, hombre fuerte de Panamá y antiguo asalariado de la CIA, se entregó a los norteamericanos.

No se entiende aquel episodio sin tener en cuenta que se desarrolló al mismo tiempo que la Guerra Fría terminaba. Aquellas Navidades, las noticias de Panamá compitieron en las portadas con la caída de los Ceaucescu en Rumanía.

El comunismo se derrumbaba. Quedó obsoleta idea según la cual EE UU debía apoyar a gobernantes indeseables si estos eran aliados contra la amenaza soviética. Washington descubrió que tenía las manos libres para derrocar a alguien como Noriega, que no era comunista pero al que la Justicia norteamericana implicaba en el narcotráfico.

La invasión empezó entre enormes dudas. Estados Unidos vivía bajo el síndrome de Vietnam: sólo habían pasado 15 años desde la humillación. Pero Panamá no fue otro Vietnam. Como escribe el ensayista Peter Beinart en El síndrome de Ícaro, una historia de la tensión entre intervencionismo y repliegue en la política exterior de EE UU, “en la era de la post-Guerra Fría la guerra era más fácil”. “Noriega, al contrario de Ho Chi Mihn, carecía de una superpotencia rival que suministrase armas”.

La invasión fue un paseo. “La gente”, se leía en EL PAÍS del 31 de diciembre, “aplaude el paso de los carros de combate, denuncia a los vecinos ligados al antiguo régimen y, sin distinción de condición social, raza, edad o sexo, recibe a los invasores como una fuerza de liberación”.

El éxito permitió superar el trauma de Vietnam. Beinart escribe que, al ordenar la invasión de Panamá, Bush padre dio un primer paso en una escalera que condujo desde la inhibición, a la confianza en uno mismo y finalmente a la arrogancia, una escalera que culminaría en la decisión de su hijo, George W. Bush, de invadir Irak en 2003.

Si los panameños habían recibido a los norteamericanos como liberadores, ¿por qué no los iraquíes? Si Noriega se había entregado en dos semanas, ¿por qué no Sadam Hussein?

Todo ha cambiado en estos 25 años. El fiasco de Irak convirtió a EE UU en un país más cauto a la hora de involucrarse en aventuras militares. La guerra contra el narcotráfico ha dejado de figurar entre las prioridades de Washington. Y el anuncio del reestablecimiento de relaciones diplomáticas entre Washington y La Habana reconfigura el mapa geopolítico del continente.

Un cuarto de siglo después, Panamá, sede de la cimbre donde se escenificará la reconciliación, puede abrir una era.

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Sobre la firma

Marc Bassets
Es corresponsal de EL PAÍS en París y antes lo fue en Washington. Se incorporó a este diario en 2014 después de haber trabajado para 'La Vanguardia' en Bruselas, Berlín, Nueva York y Washington. Es autor del libro 'Otoño americano' (editorial Elba, 2017).

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