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Tribuna
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Apuntes para una transición cubana

La democratización debe dejar de ser una cuestión ideológica para ser simplemente normativa

Una cosa es estudiar el autoritarismo. Otra muy distinta es vivirlo, más aun si uno no tiene ningún recuerdo de su vida que no sea con ese régimen en el poder. Es diferente la historia cuando el nombre del que gobierna es siempre el mismo, cuando la identidad de uno esta irremediablemente construida en referencia a ese nombre. Y es aún más difícil cuando la vida entera se estructura en base a imaginar y buscar estrategias para construir un orden político abierto y plural, es decir, democrático. Tan básico como eso.

Es la dura realidad de la disidencia cubana. Hasta el mismo término perturba: “disidencia”. En democracia seria simplemente “oposición”, porque disentir es lo normal y necesario. Disidencia, sin embargo, como sustantivo en lugar de verbo, pertenece al diccionario del estalinismo. Describe un lugar donde oponerse es ilegal, criticar es delito y debatir colectivamente, una conspiración. Para poder hacerlo hay que viajar a otra parte. Ese fue el propósito de la conferencia “Caminos para una Cuba democrática”, que se llevó a cabo en la Ciudad de México y que contó con la presencia de dirigentes de la oposición política y la sociedad civil, periodistas independientes, ex presos políticos, intelectuales y representantes de organizaciones de la diáspora cubana.

Fue un mosaico de la Cuba no oficial. Los partidos políticos—clandestinos—buscando consensos y definiendo estrategias pacificas para el cambio político: liberales, social cristianos y la izquierda democrática, Arco Progresista. Era un verdadero parlamento, en la sombra—dirían en Gran Bretaña—o en el exilio—como ocurrió tantas veces en una América Latina de opositores desterrados. Nunca es fácil una transición democrática, siempre marcada por la incertidumbre. Y esa incertidumbre surgió en la misma discusión, saludablemente, en sus dimensiones interna e internacional de un posible camino democrático.

Imaginar ese camino es imprescindible dado el fracaso del contrato social del régimen. Como en otras experiencias de socialismo de estado, el contrato se basa en la premisa que la sociedad está dispuesta a sacrificar sus derechos civiles y políticos a cambio de derechos sociales plenos: empleo, salud, educación y vivienda garantizados. El problema es que en Cuba hoy no existe ninguno de esos derechos, ni los sociales. El contrato está roto. Comenzó a resquebrajarse tiempo atrás, pero se hizo visible en los noventa, cuando el fin de los subsidios soviéticos forzó al régimen a introducir reformas de mercado. Fue el “Período Especial”, que instauró el sistema bi monetario y legalizó la propiedad privada en la agricultura.

Parecía entonces que seguirían los cambios políticos. Sin embargo, la liberalización económica fue solo un instrumento para pasar la crisis, atraer recursos externos, salir del aislamiento y recuperar control político interno. Ello ocurrió gracias al subsidio de Petrocaribe, que le permitió a Cuba hacerse de una renta petrolera sin producir petróleo. Con recursos, el régimen se hizo aún más represivo, y la democracia quedo aún más lejos.

Esta temática es parte de la discusión de hoy ante nuevos anuncios de apertura económica. El temor de la sociedad civil y la oposición es que una nueva oleada de reformas de mercado—claramente, en anticipación al paulatino agotamiento de los subsidios venezolanos—vuelva a ser un instrumento de control político: que algo cambie para que nada cambie. No es un temor infundado.

Esto también impregna el debate sobre el embargo. La discusión en Estados Unidos parece indicar que la cuestión ya no es si va a levantarse el embargo sino cuando. Los reiterados editoriales del New York Times son una muestra. Las posiciones en la Isla, sin embargo, no son uniformes. Algunos temen que el fin del embargo sirva para transformar la economía en dirección del capitalismo y generar prosperidad, pero no necesariamente para facilitar una apertura política.

El razonamiento se basa en la experiencia china, entre otras, donde la prosperidad capitalista fortaleció, en vez de debilitar, al partido único. De manera menos visible quizás, Cuba también tuvo sus propios Tiananmen, tratando de votar y hablar además de comer. La oposición no tan solo quiere mercado, fundamentalmente busca derechos, ciudadanía democrática.

El actual escenario internacional no es el más propicio para una transición democrática, debe reconocerse. Comparada con los ochenta y los noventa, la agenda de derechos humanos está en retroceso, y no solo en América Latina, donde el socialismo del siglo XXI ha hecho estragos. La Europa xenófoba de la crisis económica también ha dejado de priorizar derechos y la primavera árabe por cierto que no concluyó en más democracia sino en autoritarismos más brutales y estados disueltos.

No obstante, los demócratas cubanos tienen opciones. La participación del gobierno cubano en la cumbre de Panamá bien podría generar condiciones propicias para la agenda democrática, por cierto que sería una externalidad positiva. Si los parámetros que se aplican a los demás valieran para Cuba, en paralelo al gobierno deberían estar las organizaciones de la sociedad civil. Si fueran genuinamente sociedad civil—y no aparato del estado disfrazado—seria una oportunidad de hacer escuchar su voz. La excepcionalidad cubana podría terminar, lo cual sería saludable. No son los únicos que persiguen derechos. Los opositores venezolanos, los periodistas ecuatorianos y los jueces argentinos, entre otros, buscan lo mismo.

Esto dicho para enfatizar que la transición debe dejar de ser una cuestión ideológica, para ser simplemente normativa. La agenda democratizadora cubana debe despojarse de todo tipo de anti comunismo tardío y otras expresiones de conflictos ideológicos que ya no existen. La democratización cubana no tiene porque que ser diferente a la de Chile, Sudáfrica o Polonia, por citar tres ejemplos, donde fundamentalmente se trató de principios de validez universal. De ahí que para la normatividad constitucional el punto de llegada importa más que el de partida. La democracia es por ello progresista. Los demócratas cubanos también deben serlo.

Todo esto para contribuir a superar la prolongada orfandad internacional a la que están sometidos los lideres democráticos, construyendo una gramática del cambio social y político diferente. Son los mismos cubanos quienes deben articular sus objetivos en coaliciones internacionales de derechos humanos. Hoy profundamente debilitadas, ellos mismos pueden fortalecerlas.

Sabemos bien que las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra. También sabemos que en Cuba han sido solo 56. Existe esa segunda oportunidad.

Twitter @hectorschamis

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