Magia a la luz de la Luna
Asumo que vivimos ya una época enrevesada en la que incluso hablar bien de Woody Allen como cuentista es ya también asunto espinoso
En realidad, el agua del azar fluye constante y en los escenarios menos esperados baña como bálsamo impredecible. De paso por Chicago, que es ciudad azul por saudade y saxofón, aparece en pantalla el mago que yo siempre he querido ser: que me llamara Stanley Crawford (que me interpretara Colin Firth) y que yo fuera capaz de desaparecer a un elefante en pleno escenario o esconderme tras una cortina de seda delante de un público expectante y aparecer siete segundos después, sentado entre los atónitos espectadores que me aplauden incrédulos.
Con tantas cosas que se han vuelto de cabeza parece políticamente incorrecto elogiar la película Magic in the Moonlight de Woody Allen. Supongo que se ha traducido como Magia a la luz de la Luna, aunque no descarto que algún genio de la interpretación la haya rebautizado como Todo lo que Usted siempre quiso saber sobre el Amor, pero temía volver a preguntar. Antes de intentar mis elogios, asumo que vivimos ya una época enrevesada en la que incluso hablar bien de Woody Allen como cuentista, guionista o evocar sus obras maestras de otros tiempos es ya también asunto espinoso a la luz de la amnesia y corrección política con la que ahora se murmura su nombre en sobremesas.
Considerado lo anterior, diré que Magia a la luz de Luna narra la aventura de un escapista, escéptico empedernido de todo azar o todo instante inexplicable ante la razón. Se llama Stanley Crawford y triunfa en escenarios de todo el mundo bajo el disfraz y seudónimo de Wei-Lin-Zu. El cuento que ahora narra en pantalla Woody Allen es la historia de un sofisticado intelectual que vive de mago, prestidigitador y escapista a lo Houdini, un modelo a seguir que vive del cuento chino y que de pronto es invitado por su mejor amigo a la Riviera Francesa para intentar socorrer a una familia de millonarios norteamericanos que han caído en las manos de una supuesta espiritista, una seductriz del más allá que a todas luces pretende sacarle a la familia todo el dinero posible con sus sesiones de contactos con sus muertos, adivinación de biografías y combinaciones numéricas que supuestamente dictan el orden del Universo.
La musa del más allá se llama Sophie Baker y desde el primer encuentro con Stanley teje una red de hipnóticos encantos, más allá de las mesas que oscilan, las velas que levitan o los ronquidos con los que se comunican los espíritus. Sophie parece saberle todos sus pasados a Stanley y al mago que suele disfrazarse de chino le basta mirarla a los ojos para empezar a sentir el inexplicable cosquilleo de la incredulidad ante un milagro: al parecer, sí es posible que una mujer nos conecte directamente con el mundo metafísico y eche por tierra toda creencia supuestamente irrebatible que se finca en lo racional; al parecer, sí es posible que una mujer sea capaz de leer nuestra biografía por la sinceridad que no ocultamos en la piel o en los abrazos y uno empieza a dudar de que sólo seamos animales racionales con sólo cinco sentidos, en el instante en el que una sola mirada, una caminata a la luz de la Luna sobre adoquines de pueblo viejo o eso que convierte un solo beso en el único a lo largo de toda una vida como prueba de que hay otro sentido, impalpable, inasible e inexplicable que conecta a las almas. Believe it or not!
Según avanza la fábula que Woody Allen ubica en el año 1928 para irónica sincronía del vestuario que hoy mismo podrían portar Emma Stone en el papel de Sophie y Colin Firth, que pasa de ser rey tartamudo a genial mago disfrazado de chino. Vestidos para la ocasión, la incredulidad del racional se abate ante los encantos de la musa, la increíble mujer que cautiva con espasmos donde dice estar sintiendo mensajes del más allá, tanto como enamora a cualquiera con su dulce ignorancia de tantas cosas y una suerte de asombro ante cualquier cosa.
No narraré más detalles de la película para no echar a perder los posibles trucos o verificables ectoplasmas que podrían entusiasmar a quien aún no la ha visto, pero no quiero dejar sin mencionar que Woody Allen ha trazado una vez más la sencilla cuadrícula donde el absoluto amor se debate entre un mundo de opulencia y falsedad que suele ofrendarse a los pies de las mujeres bellas, a contrapelo de una vida quizá más plena o edificante o por lo menos más aterrizadamente hoonesta que normalmente merece su desdén: a contrapelo de todas las joyas e ingresos asegurados que propone como matrimonio el millonario hipnotizado por Sophie Baker, el mago que se sabe mago revelado, mentiroso en su disfraz chino, ofrece una vida en libros de Dickens y música de Beethoven; a contrapelo de toda la ropa cara y los viajes en yate por las islas ignotas de Bora-Bora que garantiza el millonario insulso, el otrora chino de los escenarios ofrece a Sophie contemplar las estrellas desde un planetario abandonado como si fuese santuario milagroso o recorrer por tierra la costa azul de cualquier mar en conversación interminable y abonar entre ambos eso que llaman la soledad del silencio que se comparte. Se trata de una posible confirmación de que por encima de los bíceps de las esculturas huecas o la cartera abultada de quienes creen tener siempre la razón en todo, hay motivos para suponer que la química inasible de quienes comparten de veras su mutua respiración profunda se impone como una rara magia, que en realidad quién sabe cómo funciona.
Magia a la luz de la Luna es un guiño para quienes creemos en la serendipia y trabajosamente nos resignamos a ocupar las sombras a la espera de calladas confirmaciones de que es preferible sobrevivir con verdades a seguir viviendo con puras mentiras. Es un apapacho para quienes sabemos que una sola mirada encierra la revelación o no de ciertas virtudes y resguarda la calidad moral o vera honestidad de las almas buenas, distinguiendo entre próximos y prójimos. Quizá el mundo no tenga un sentido fijo y eso que tantos claman como destino inapelable no sea más que un contagio inevitable en los espejismos que nos engañan, pero tengo para mí que el mismo mundo no podría girar sin algún tipo de magia que se transpira a la luz de la Luna y seguirá bañándonos con agua de azar.
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