La frontera se queda muda
Los pueblos ingleses limítrofes con Escocia esperan impotentes el desenlace de un referéndum que cambiará sus vidas, pero en el que no pueden votar
Para Berwick Upon Tweed, el pueblo más al norte de Inglaterra, todo esto no es nada nuevo. Más de una docena de veces a lo largo de su historia ha pasado de manos inglesas a escocesas, y viceversa. Sus viejas piedras son testigos excepcionales de las tormentosas relaciones vecinales entre las dos naciones.
El 30 de marzo de 1296, el rey Eduardo I de Inglaterra capturó la ciudad, la arrasó, asesinó a sus ocho mil habitantes y, acaso temiendo algún tipo de represalia, mandó construir los bellos muros defensivos que aún hoy adornan Berwick Upon Tweed. Dos años antes de morir por disentería en 1307, el mismo rey decidió que era una buena idea exhibir en el pueblo el brazo amputado de William Wallace, el héroe escocés, tras su captura, ejecución y descuartizamiento. Después de otro interludio escocés, el último cambio de manos se produjo en 1482 y, desde entonces, esta localidad enclavada en la desembocadura del río Tweed forma parte de Inglaterra. Aunque en 2008, una diputada del Partido Nacional Escocés (SNP) —arriesgándose a acabar con su brazo amputado y exhibido en las calles del pueblo como el de William Wallace— propuso en el Parlamento escocés que Berwick volviera a ser parte de Escocia.
Todo esto no es nuevo para Berwick, cuyo equipo de fútbol es el único inglés que juega en la Liga escocesa. La novedad reside ahora en que las diferencias entre Inglaterra y Escocia no se dirimirán con espadas, sino con votos. Pero, mientras sus ancestros sí podían empuñar las espadas para defender sus intereses, hoy los habitantes de la localidad no tienen la posibilidad de emitir votos. Su futuro está en manos de los vecinos que un día eligieron una casa cuatro kilómetros más al norte.
De eso se queja Kirsten Cooper, de 33 años, que regenta la encantadora librería familiar Berrydin Books. “Esta es la desgracia de los que vivimos en la frontera”, explica. “Es algo que afectará profundamente a nuestras vidas y no podemos decidir. Mi marido trabaja en una cantera de piedra al otro lado, pero vivimos aquí. ¿Pagará impuestos allí? En Escocia la universidad es gratis. Cuando nuestros hijos tengan edad de ir, ¿podremos mandarlos allí o no, solo porque no vivimos cuatro kilómetros más arriba? He tenido a mis tres hijos en un hospital que está al norte de la frontera, siempre hemos ido allí, ¿tendré ahora que ir a otro que está más lejos? Pienso que los escoceses están siendo muy avariciosos. Ellos ya tienen más que nosotros. Siento que nos han quitado el voto. A los de la frontera nos han olvidado”. El caso de Christine Nicholls es el mismo pero al revés. Ella vive al otro lado de la frontera, pero trabaja en Berwick, en un centro de servicios sociales. “Mi marido es pensionista”, cuenta, “y su pensión está indexada en Inglaterra. Si Escocia se independiza no tendría derecho a subidas. Nosotros nos trasladaríamos a Inglaterra si Escocia se separase. Pero, como los precios de la vivienda caerán, tenemos miedo a malvender nuestra casa”.
Bill Walker, de 77 años, jubilado residente en el pequeño pueblo escocés de Branxton, llama la atención sobre otra de las consecuencias del referéndum. “Cualquiera que sea el resultado”, dice, “nos han separado para siempre. Nos han puesto los unos contra los otros. Antes este no era un tema del que se hablara. Al menos, no en estos términos. Mis nietos han nacido al norte de la frontera. Cuando iba a verlos jugar al fútbol, bromeaba con mi nuera, que es escocesa, y le decía que jugarían en la selección inglesa. Ese era el tipo de conversación. Ahora le han prendido fuego a todo este asunto”.
El autobús que sube al norte por la A1 no parece un vehículo para atravesar fronteras. Es más bien un modelo de autobús urbano, con botones en los pasamanos para solicitar la siguiente parada y donde los pasajeros pueden viajar de pie. La gente vuelve a sus casas en los pueblos del norte después de trabajar en el sur. Nada más dejar atrás el cartel de “Bienvenidos a Escocia”, empiezan a aparecer en las casas los carteles por el sí y el no. Los de este lado sí pueden votar.
Casi pegado a la frontera, en la entrada de Burnmouth, en el lado escocés, se encuentra un lugar muy especial. The First and Last Pub, el primer pub o el último, según se mire. “La primera oportunidad de probar comida casera, whisky de malta o cerveza ale”, como dice un cartel en la entrada, o “la última”, como dice otro. En la barra dos paisanos, Michael y Frank, beben pintas y se disculpan ante el periodista antes de estallar en carcajadas: “Lo siento, hoy no hemos traído las faldas ni las ovejas”. Frank tiene una empresa de alquiler de toldos. Emplea a gente de los dos lados de la frontera, y vende aquí y allá. “Lo último que quiero”, dice, “es una moneda diferente. Pero no ponga el nombre de mi empresa, haga el favor. Todo este asunto ha liberado mucha testosterona y eso no es bueno”.
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