¿En qué siglo estamos?
Bachar el Asad hadar ha dado a escoger a Estados Unidos y sus aliados entre lo malo y lo peor
¿Hasta dónde llegará la barbarie del cinismo político y el fanatismo religioso que provocan la huida de centenares de miles de personas para poner sus vidas a salvo de los bombardeos y amenazas de exterminio?
La victoria estratégica de El Asad al renunciar a sus innecesarios arsenales de armas químicas y proseguir el implacable machaqueo de su artillería y barriles cargados de explosivos en las zonas aún controladas por quienes se rebelaron en 2011 contra los abusos de su dictadura muestra que su objetivo de eliminar a éstos, divididos en pequeños grupos reñidos entre sí e incapaces de ofrecer una alternativa política creíble, se ha llevado a cabo conforme a sus planes: reducir el conflicto a un enfrentamiento entre los suyos y los terroristas ayer de Al Qaeda y hoy del Estado Islámico (EI). En otras palabras, dar a escoger a Estados Unidos y sus aliados entre lo malo y lo peor.
Me había propuesto no escribir más sobre el fracaso de las oprimidas sociedades árabes en canalizar sus ansias de mayor libertad y justicia hacia una hoja de ruta democrática que distinga la esfera religiosa de la política, pero la emergencia del califato islámico proclamado en Mosul introduce un elemento nuevo y mortífero en las guerras sectarias que ensangrientan hoy los Estados creados al fin de la Primera Guerra Mundial sobre las ruinas del Imperio Otomano por los acuerdos Sykes-Picot.
Proponer como ideal político un retorno al siglo VII en todos los ámbitos de la sociedad es pura insania pero esta, como sabemos, se contagia fácilmente y buena prueba de ello son los tres millares de yihadistas europeos agrupados tras la bandera negra del EI. Las prédicas inflamadas del autoproclamado califa no pueden ser tomadas a risa. La ocupación de vastas regiones de Siria e Irak, tras poner en fuga al desmoralizado Ejército de Bagdad y atenazar los bastiones del Ejército Libre de Siria, muestra que la amenaza es real. La descomposición de las sociedades de Sham y Mesopotamia por las luchas sectarias de esa nueva Guerra de los 30 —¿o 100?— años propicia los peores extremismos. La utopía regresiva se sirve del valor de los símbolos y el alcance de las nuevas tecnologías. La decapitación ante una cámara del periodista norteamericano James Foley, que reproduce la de Daniel Pearl por Al Qaeda en Pakistán, contiene deliberadamente todos los elementos de un filme de horror: capucha, navaja, confesiones de la víctima antes de su bien escenificada ejecución.
Tras la conquista de Mosul sin combate, el Estado Islámico dispone de armas eficaces y dinero procedente del saqueo del Banco Central de Irak y aplica al pie de la letra su medieval programa ecuménico. Los cristianos son forzados a escoger entre la conversión o la confiscación de sus bienes y a veces la pena capital. El fusilamiento de centenares de ellos y la condena a la esclavitud de sus mujeres actualiza de forma siniestra las viejas leyes de guerra de los beduinos de antes de la venida del Profeta. Los crímenes contra la humanidad de El Asad y la represión violenta de los suníes por los funestos Al Maliki son su mejor coartada. La antigua convivencia de religiones en un marco político común cede el paso al odio, la destrucción y la muerte. Tal vez el ejemplo más cruel de ellos sea el de los yazidíes. Yo conocí hace años a un miembro de ese credo y los avatares de los suyos a lo largo de los siglos llamaron poderosamente mi atención. Su mitología, sus ritos, sus tabúes son distintos de los musulmanes y cristianos y entroncan con la antigua religión zoroastriana.
Ahora huyen desperdigados por el noreste de Siria y el Kurdistán en medio de la indiferencia general. Una página de la historia humana (o inhumana) corre el riesgo de desaparecer con ellos: con esos refugiados varados en el monte rocoso de Sinjar sobre los que los helicópteros estadounidenses dejan caer misericordiosamente sus paquetes de alimentos y garrafas de agua.
Vivir para creerlo: ¿en qué siglo estamos?
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