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Columna
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A vueltas con la igualdad

El aumento de las desigualdades muestra que el Estado Providencia ya no funciona o funciona peor

Mientras toda Europa se esfuerza por volver a la senda del crecimiento -y para ello confía esencialmente en la competencia de Mario Draghi-, vuelve a plantearse la cuestión de las desigualdades. Y lo hace en los términos de una dicotomía clásica entre una visión conservadora -las desigualdades son indispensables para el crecimiento, así que hay que bajar los impuestos a los más ricos y aligerar las cargas sociales para que la máquina vuelva a funcionar- y una visión de izquierda tradicional según la cual, por el contrario, la reducción de las desigualdades es uno de los motores del crecimiento, y los países que más han reducido las diferencias de ingresos son los que mejor van.

El debate también está vigente en Estados Unidos ante la influencia de un economista francés, Thomas Piketty, que ha demostrado el considerable aumento de las desigualdades, que no eran tan importantes desde los años 20. Así, el patrimonio medio del 7% de los norteamericanos más ricos aumentó un 28% durante la crisis financiera (2009-2011), mientras que el de la mayoría de los hogares bajó un 4%. Aunque el fenómeno no sea tan acentuado en Europa, la tendencia es, también aquí, la de una concentración creciente del patrimonio.

Al debate ha contribuido también el FMI de Christine Lagarde, al que casi nadie esperaba en este terreno pero que se alarma ante lo que parece una tendencia general. Así, el FMI observa que no hay correlación alguna entre el aumento de la riqueza de un pequeño porcentaje de ciudadanos, los más ricos, y un hipotético beneficio colectivo en términos de crecimiento y empleo.

La dificultad para intentar encontrar el buen camino es que hay que apartarse de ambas visiones, demasiado dogmáticas y cuyo supuesto automatismo no resiste la creciente complejidad de nuestras economías. La dificultad es tanto mayor cuanto que nadie sabe cuál sería el “nivel adecuado” de desigualdad, el que permitiría favorecer la innovación y la inversión para estimular el crecimiento y reducir el desempleo.

El otro inmenso problema es el funcionamiento del Estado Providencia en nuestros países, que, a fin de cuentas, es el mejor garante de la cohesión social. Sin embargo, el aumento de las desigualdades demuestra que el Estado Providencia ya no funciona, o funciona peor. El papel destructivo de la economía pos-industrial moderna sobre los compromisos sociales financiados por nuestros Estados Providencia es de sobra conocido.

A esto hay que sumar otros obstáculos, el más importante de los cuales es sin duda el envejecimiento de la población. La gran tarea que tienen por delante nuestros Gobiernos, y sobre todo los de izquierda, es repensar el Estado Providencia y darle los medios para resolver las nuevas cuestiones sociales.

En el plano político, por supuesto, esta ecuación es infinitamente difícil de resolver. Como en toda transición en la que lo viejo se muere, pero requiere de todo un cortejo, mientras que lo nuevo se esfuerza por emerger, y tanto uno como otro exigen enormes inversiones.

Francia constituye un buen ejemplo de esta problemática. Fijémonos en François Hollande. Ha hecho lo que había dicho que haría (contrariamente a lo que se suele afirmar): había prometido reducir las desigualdades a través de la fiscalidad, según un esquema clásico de la izquierda. Equiparó la fiscalidad del capital con la del trabajo, ambas al alza, por supuesto, dado el estado desastroso de las finanzas públicas. Esto tuvo como efecto inmediato el de desanimar a los empresarios y engendrar una crisis de confianza de la que aún no se ha recuperado. A su vez, los trabajadores se mostraban sensibles sobre todo a sus propias declaraciones de impuestos. Y lo mismo ocurrirá con la reducción del gasto público: todo el mundo proclama su necesidad hasta el momento en que se producen. Resultado: impopularidad garantizada.

El aumento de las desigualdades fragiliza a las clases medias. Estas son conservadoras y se resisten a un cambio necesario y necesariamente doloroso, al menos en un primer tiempo. He aquí dónde se sitúa actualmente la dificultad, por no decir la imposibilidad, de gobernar con el apoyo popular, que es indispensable.

Traducción: José Luis Sánchez-Silva.

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