De maras y niños migrantes
En esta crisis perversa, todos somos los padres de niños que cruzan la frontera pero siempre terminan en el mismo lugar
¿Qué padres harían esto? Es la primera pregunta que se hacen los estadounidenses al ver las imágenes de niños migrantes hacinados en albergues fronterizos. ¿Quién, en su sano juicio, manda a un niño pequeño--¡a un hijo!—a un viacrucis de varias semanas, durante el cual lo podrán robar, violar, matar? ¿Qué tipo de persona deja sus chicos en manos de coyotes o traficantes de personas, pandilleros o narcos, o lo sube en un tren al que llaman La Bestia?
La respuesta a estas preguntas la conocí en una de las ‘colonias’, como llaman ahí a las barriadas que se desprenden de San Pedro Sula, la ciudad más peligrosa del mundo. La llamaré Lina, una madre que ha contemplado pagar hasta 3.000 dólares para enviar a sus dos pequeños, uno de 4 y el otro de 6 años, al país del norte. El marido de Lina fue asesinado por bandas de narcos hace pocos meses. Ella –dice– no sabía que él estaba vinculado con una de las maras, las pandillas que operan en la zona.
Poco después de enviudar, unos hombres llegaron a casa de Lina, de 26 años, a ofrecerle dinero (más de mil dólares). Al principio, ella pensó que era para arreglar deudas que tenían con el difunto, pero luego le contaron de qué se trataba. La mara había decidido reclutar a sus dos hijos. Así de simple. “No hay manera de decir que no”, explica Lina, “no le piden permiso a la madre tampoco. Esta gente da órdenes en el barrio y los demás obedecen, no hay de otra”. El dinero, le dijeron, llegaría cada mes a la casa y debía gastarse en la alimentación y manutención de los niños, mientras cumplían edad suficiente para engrosar las filas de la mara, una de las organizaciones criminales más sofisticadas del mundo.
Las reglas que rigen el día a día en San Pedro Sula no son muy distintas a las de otras ciudades latinoamericanas marcadas por la violencia del narcotráfico. Caracas, Juárez, Río de Janeiro, Medellín, la epidemia se ha ido esparciendo hasta las ciudades centroamericanas que son parte de las rutas de droga, armas y gente que atraviesan el continente de cabo a rabo. Las comunidades, las familias, los niños de estos lugares han sido abandonados a su suerte por estados desbordados o a punto de colapsar, y terminan secuestrados por los grupos violentos que campan a sus anchas en el abandono.
Las maras o pandillas de Honduras y El Salvador existen desde finales del siglo XX, pero hoy son muy diferentes al pasado. Las pandillas de hoy han forjado vínculos con carteles mexicanos, consolidando su poder en el Triángulo del Norte (Guatemala, El Salvador y Honduras) y en las dos costas de los Estados Unidos.
En San Pedro Sula, la vida de Lina se ha convertido en una pesadilla. Los narco pandilleros le exigen que sus hijos vayan al colegio, que obtengan buenas notas, que estén bien vestidos siempre. Ella no puede estar con ningún hombre durante el próximo año, le advirtieron. Además de invertir en sus futuros reclutas, la pandilla quiere crear un vacío emocional, para que lo ocupe la mara. “El grande ya les dice 'tíos'”, comenta Lina sin parar de llorar. El único lugar donde puede reunirse con extraños es en la iglesia. Los hombres viven en el barrio, saben dónde queda la casa de su madre, las de sus familiares. Lina se siente observada constantemente. Dice que se fijaron en el chico porque es más alto que sus compañeros, y más hábil. “Últimamente se ha vuelto respondón”, cuenta, “y se va a buscar los 'tíos' del barrio, que siempre le dan regalos”.
Las autoridades no le brindad protección a Lina ni a su familia, y denunciar sería una sentencia de muerte. A través de juegos y mediante un lenguaje cifrado que le ha tocado inventarse, les ha tratado de pedir a sus hijos que no se dejen influenciar de esta gente, pero tiene miedo de que los chicos repitan algo a la pandilla o hablen más de la cuenta sin quererlo.
Entre tanto, Estados Unidos ya ha empezado a deportar algunos de los menores de edad centroamericanos a sus países de origen, Honduras, Guatemala y Salvador. “Estos son nuestros hijos”, dijo el vicepresidente Joe Biden esta semana en una reunión con abogados de inmigración. En el círculo vicioso de esta crisis perversa, todos somos los padres de estos niños que cruzan la frontera pero siempre terminan en el mismo lugar.
Monica Villamizar es corresponsal internacional de TV
Twitter @monica_vv
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