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Columna
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¿Es usted paulistano? Sí, ¿por qué?

El esterotipo dice que los de Río son simpáticos, acogedores, desinhibidos, mientras que los de São Paulo son serios y están poco dispuestos a perder tiempo

Juan Arias

Un refrán italiano dice que “una sola golondrina no anuncia la primavera”. ¿Y dos? Quizás tampoco, pero los refranes también pueden equivocarse y suelen ser siempre conservadores. No sé si dos ejemplos en un día pasado en São Paulo sirven para desmentir un estereotipo, pero he querido traerlos a esta columna como una especie de reivindicación paulistana.

Cuando llegué a Brasil como corresponsal de este diario, hace 15 años, algunos españoles que viven en Río me hicieron un diagnóstico sobre los cariocas y los paulistanos: simpáticos, bromistas, deshinibidos, festivos, acogedores los primeros, y serios, preocupados con su trabajo, poco dispuestos a perder tiempo -o sea, muy suyos- los segundos.

En mis primeros viajes a São Paulo, la mayor urbe de América Latina, aquel estereotipo me acompañaba lo quisiera o no. Temeroso de poder caer en la profecía que se autocumple, intenté defenderme para observar sin prejuicios a los paulistanos (quienes son la ciudad) y paulistas (del Estado).

Mis primeras impresiones empezaron en seguida a chocar contra la fuerza del estereotipo. Cuando me topaba de cara con la amabilidad de los que trataba -y cuya seriedad en el trabajo, por cierto, me agradaba- me preguntaba si me estaba dejando convencer de que dos o tres golondrinas pudieran anunciar la primavera.

Sé muy bien que se han escrito infinidad de páginas sobre esa rivalidad característica entre cariocas y paulistanos, y sería pretencioso por parte de un extranjero que, además, no vive en São Paulo, emitir un juicio sobre lo que alguien ha calificado de “arrogancia provinciana”, es decir, cerrada, en contraposición con la “arrogancia imperial”, y por tanto abierta al mundo, de los cariocas.

No entré nunca en el juego de aquellos que para elogiar a un pueblo necesitan desprestigiar al otro. Los cariocas pueden ser y son maravillosos y saben vender las bellezas de su ciudad, de la que el famoso arquitecto Corbusier decía que parecía haber sido trazada por los dioses y por ello imposible de planificar. Y es cierto que en Río, muy pronto, todo el que llega se siente y es tratado como carioca. Y que la fiesta hace parte allí de la vida.

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¿Quita eso que São Paulo, sin playas, hecha en forma de cruz, pueda ser también una ciudad que muchos no cambiarían por ninguna? ¿Y que, quizás más contenida que Río, sea al mismo tiempo “ecléctica, libre, loca, hospitalaria”, como la describe Alex Castro, y también cosmopolita y moderna, con enorme capacidad de aceptar a los diferentes?

Brasil está viviendo un momento de malhumor generalizado por motivos más políticos que existenciales. Hay quien ya pronostica que está cambiando la forma acogedora de los brasileños, que se están endureciendo, que empiezan a ver en el extranjero a un enemigo potencial, descontentos con todo y con todos.

Con esa imagen del brasileño que estaría empezando a endurecer su tradicional sonrisa, llegué la semana pasada a São Paulo para participar, junto con mi amigo y colega periodista Gerson Camarotti, en el Congreso de Periodismo de Investigación, organizado- por cierto con gran profesionalidad- por la Asociación Brasileña de Periodismo Investigativo (Abraji).

Llovía en una São Paulo helada, y el frío no suele ser buen consejero de la política de la sonrisa y la amabilidad, que se dice privilegio del sol de los cariocas.

Quizás tuve suerte, pero dos minúsculas experiencias me revelaron que también los paulistanos saben sonreir y ser amables hasta en medio de sus nieblas y lluvias. Y he querido contarlas porque las viví en días en que los informativos nos bombardeaban con imágenes de tragedias bélicas, con retumbar de miedos de nuevos conflictos, a cien años de la Primera Guerra Mundial que costó 12 millones de muertos, y con una cierta escondida y morbosa fascinación por viejas y nuevas violencias y autoritarismos.

En el tradicional centro comercial de Iberapuera buscaba, por petición de mi mujer, una barra de labios que a ella le gusta. Entré en una pequeña y primorosa tienda de perfumes. El dueño, único presente en aquel momento en el local, me hizo ver con paciencia varios tipos y marcas del producto, ninguno de los cuales, por desgracia, respondía al gusto de mi mujer.

En España en estos casos no me atrevo a preguntar si saben donde puedo encontrar lo que estoy buscando porque me temo un bufido. Una vez en Madrid me encontré en la misma situación y al preguntarle al vendedor si sabía donde podría encontrar lo que él no tenía me respondió seco: “¡Busque usted más arriba, caballero!” y ni me volvió a mirar.

Aún me resonaba en el oído aquel exabrupto del tendero madrileño cuando me atreví a preguntarle al paulistano si podría indicarme otra perfumería donde pudiera encontrar lo que buscaba. Iba a ser un test para mi.

El señor, de media edad, de clase media bien, me dijo: “Mejor que le acompañe, porque el sitio donde puede encontrar esa barra de labios es difícil de encontrar". Dejó la tienda abierta y vacía y me llevó al lugar correcto. Mientras caminábamos juntos por el shopping, me atreví a preguntarle: “¿Es usted paulistano?”. Me miró sonriendo y tras un "¿por qué?" Me respondió con aire de complicidad: “Sí, y de pura cepa”. No necesitamos decirnos nada más y acabamos dándonos un apretón de manos no menos cómplice.

Por la mañana, aquel sábado, yendo a la Universidad Anhemi, sede del Congreso, acabé perdiéndome cerca de la calle Rua do Ator. No había un alma en la calle y un taxista me había alertado para no pasear por lugares poco frecuentados. Esperé unos minutos y llegó una señora que iba sola. Me atreví a abordarla aunque temiendo que, por miedo al desconocido, acelerase el paso sin mirarme (algo que ya me pasó en el centro de Río).

Me equivoqué. La señora, también paulistana, se paró tranquila y con toda la paciencia me explicó dónde se hallaba la Universidad y hasta me indicó que tenía dos entradas para que no me confundiera.

En aquel instante me vino a la memoria una anécdota que contaba el antropólogo Roberto DaMatta hace poco en su columna del diario O Globo. Se hallaba en el centro de París. Iba con un mapa en la mano buscando un museo y no conseguía encontrarlo. Paró a un señor para preguntarle y éste, seco e irónico le respondió: “¿Para qué compra usted un mapa si no sabe leer?” Y siguió su camino.

En este momento crítico que está viviendo la Humanidad, plagado de alarmas y desasosiegos políticos y sociales, en el que la pasión por las guerras, por los miedos y los exabruptos empiezan a dominarnos, yo volví de la lluviosa São Paulo con el corazón confortado de que aún existan personas no contaminadas por el virus del malhumor y de la mala educación.

¿Que son pequeños gestos? Quizás, pero no nos olvidemos que las grandes guerras, como la que padeció Europa hace ahora cien años, nacieron a veces, como los grandes incendios, de un simple tiro de pistola o de una colilla arrojada con rabia al suelo.

La paz, que hoy parece un sueño perdido, no suele construirse con faraónicas y hueras promesas, sino con pequeños y concretos gestos de bondad y de respeto por el que pasa a tu lado.

En São Paulo, la gran metrópolis latinoamericana de 12 millones de habitantes, conviven personas de cerca de 90 países, lenguas y credos diferentes. Y lo hacen en paz, sin perder el humor y el respeto mutuo.

Una paz que chirría, a la vez, tristemente, frente a los índices brutales de una violencia que no es paulista. Es hija de intereses incubados en las cavernas mafiosas del poder político y económico. Estas crean el monstruo de esas desigualdades sociales que, en Brasil, siguen clamando justicia. Una violencia que hiere también a sus ciudadanos que apuestan por la paz y que, afortunadamente, son la inmensa mayoría.

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