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Putin, un zar entre tormentas

La anexión de Crimea y la crisis en Ucrania encumbran al presidente ruso

Pilar Bonet
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La anexión de Crimea, aprovechando la debilidad de Ucrania, ha encumbrado al presidente de Rusia, Vladímir Putin, y ha demostrado que el restablecimiento del imperio y la incorporación de territorios pertenecientes en el pasado a la URSS producen dividendos políticos, por lo menos a corto plazo.

La popularidad del líder ruso se ha disparado. El 83% de sus conciudadanos aprueban su gestión (frente al 16% en contra), según una encuesta realizada en mayo por el centro Levada. Según Lev Gudkov, el director de este centro, para encontrar un apoyo semejante hay que remontarse al periodo comprendido entre la breve guerra con Georgia en Osetia del Sur, en agosto de 2008, y la crisis económica de aquel otoño.

“En 2013, el 61% de los rusos no querían que Putin promoviera de nuevo su candidatura en las próximas elecciones, pero la anexión de Crimea y los desórdenes en Ucrania han ido acompañados de una agresiva campaña que ha personalizado la imagen del enemigo en las nuevas autoridades de Kiev y ha producido una consolidación nacional-patriótica”, afirma Gudkov. Esta “consolidación antioccidental y antiucrania” no ha alcanzado aún su cénit, porque “mes a mes empeoran las relaciones con los países occidentales”, advierte.

En la imagen transmitida por los medios de comunicación rusos, los acontecimientos en Ucrania han sido inspirados por Occidente y se enmarcan en una conspiración para destruir el proyecto euroasiático impulsado por Putin, afirma el especialista.

Una gran parte de ciudadanos rusos (del 60% al 65%) que, sin particular pasión, consideraban los sucesos ucranios como un asunto de sus vecinos se ha transformado así en una mayoría hostil, que acepta de forma acrítica la terminología de la II Guerra Mundial (“fascistas”, “nazis”, “genocidio”) y su aplicación, al margen de la realidad, a los sucesores del presidente Víctor Yanukóvich.

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La anexión de Crimea ha generado un clima de euforia sobre la capacidad propia, y también de intolerancia, en la clase política y la sociedad rusa. Si fue posible recuperar Crimea, también ha de serlo acabar con los atascos de tráfico en Moscú, afirma la propaganda de uno de los candidatos a los comicios municipales del próximo otoño en la capital rusa. El político ultra nacionalista Vladímir Zhirinovsky llegó a redactar un proyecto de resolución parlamentaria para expulsar como diputado de la Duma Estatal a Iliá Ponomariov, el único legislador de la cámara baja que el 20 de marzo votó contra de la incorporación de la península a Rusia.

Putin ha hecho sentir a los rusos que su país “recupera los territorios perdidos en la década anterior y restablece el estatus de gran potencia al afirmar su poder y su influencia en el espacio postsoviético y el mundo”, afirma Gudkov. Sin embargo, el experto advierte que el “régimen personalista” de Putin “no es objeto de culto”, pues el presidente sigue siendo considerado como “el jefe de un sistema corrompido”. “El malestar de la población no ha desaparecido, está en el telón de fondo y en otoño se pueden producir muestras de cansancio por esa permanente movilización antiucrania y antioccidental, a no ser que se emprendan nuevas acciones en Ucrania”, apunta.

Pero el Kremlin puede correr graves riesgos si fuerza la carta neoimperial y sigue poniendo a prueba a sus vecinos y a Occidente. Moscú ha fomentado una Ucrania débil, pero no ha logrado crear un arco de inestabilidad en la franja sudoriental desde la región del Transdniéster (en Moldavia) hasta Donetsk. En parte, porque los enfrentamientos bélicos en la cuenca del Don han asustado incluso a los ucranios rusoparlantes.

En el aire se configura un dilema delicado para el estadista ruso. Putin puede optar por continuar apoyando a los insurgentes de Donetsk y Lugansk y arriesgarse a un conflicto global y nuevas sanciones occidentales o bien recoger velas y abandonar a los separatistas, lo que le granjearía las críticas de los sectores nacionalistas rusos que le presionan y con los que él se ha identificado desde la anexión de Crimea. “El presidente tiene los pies en el suelo y comprende que llevar tropas a Donbás podría equivaler a una guerra mundial”, señala una fuente del Kremlin, que estima como nefasta la influencia de Serguéi Glázev, consejero presidencial responsable de las relaciones con los países de la Comunidad de Estados Independientes (postsoviéticos) o Alexandr Duguin, el ideólogo de la integración euroasiática. “Putin mandará las tropas [al eEste de Ucrania]. Algo más tarde de lo necesario, pero las mandará (…). Si Putin no manda las tropas será el fin de Rusia y al mismo tiempo el fin de Putin (…) Mejor tarde que nunca, pero hubiera sido mejor escupir sobre los traidores y necios de su alrededor que son más de lo que Rusia puede permitirse”, afirmaba Duguin a la web Rusvesna.su.

Las sanciones internacionales provocadas por la anexión de Crimea tienen poco efecto en Rusia, país que posee un “gran colchón de seguridad”, según el economista Serguéi Alexáchenko, exvicepresidente del Banco Central. La “primitiva” economía rusa, dependiente de la exportación de materias primas, es “estable como un taburete”, dice Alexáchenko. El pronóstico de crecimiento económico se ha reducido, el rublo se ha devaluado un 20%, las inversiones han descendido un 5%, pero el paro ha disminuido y hay más dinero en el presupuesto, afirma el economista, según el cual “nada de lo que está ocurriendo es catastrófico” y la situación es mucho mejor que durante la crisis de 2008. Las “ridículas” sanciones occidentales no impiden a los bancos rusos colocar sus emisiones en el mercado y atraer capitales y los costes de la anexión de Crimea son comparables a los de los Juegos Olímpicos de Sochi, según Alexáchenko. Crimea, calcula, costará entre 1,5 y 2 billones de rublos (entre 32.600 millones y 43.500 millones de euros aproximadamente) durante cinco años, lo que equivale a un 2,5% del presupuesto ruso o “250 rublos al mes por persona” (algo más de cinco euros). “¿Acaso es caro?”, inquiere.

Indignados por la forma truculenta mediante la cual Putin y el partido Rusia Unida se aferraban al poder, centenares de miles de rusos salieron a protestar tras los comicios parlamentarios de diciembre de 2011 y los presidenciales de marzo de 2012. Hoy, la Duma, dominada por aquel partido, aprueba leyes que restringen las libertades y refuerzan el control del Kremlin sobre la vida social (incluidos los blogs de Internet). El Parlamento, que hace ya tiempo dejó de ser un foro de discusión política, legisla también sobre aspectos marginales, y entre otras cosas ha prohibido los juramentos y tacos en espectáculos, películas, conciertos y producción cultural; así que, de cumplirse la ley, parte de las obras del gran poeta decimonónico Alexandr Pushkin y del escritor contemporáneo Vladímir Sorokin deberán venderse en un envoltorio especial, como si fueran pornografía.

Los observadores políticos se preguntan dónde están los protagonistas de aquellas protestas que parecían presagiar una nueva época. No se los ha tragado la tierra. Existen, pero sus líderes —los que se formaron en la década de los noventa y los que se les incorporaron después— no han sabido transformar el malestar de los más inquietos en instrumentos de acción política. El Kremlin, por su parte, ha utilizado sus recursos administrativos, entre ellos diversos cargos penales, para mantener a los líderes de la oposición fuera de juego o bajo arresto domiciliario.

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Sobre la firma

Pilar Bonet
Es periodista y analista. Durante 34 años fue corresponsal de EL PAÍS en la URSS, Rusia y espacio postsoviético.

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