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El médico, la cantante y el maquinista

Retrato de tres de los 49 niños que fallecieron hace cinco años en el incendio de una guardería en el norte de México Es la mayor tragedia infantil de la historia del país

Memorial por los 49 niños muertos en la guardería.
Memorial por los 49 niños muertos en la guardería.

Este jueves se cumplen cinco años de la mayor tragedia infantil de la historia de México. 25 niñas y 24 niños fallecieron en el incendio de la guardería ABC de Hermosillo, Sonora, al norte del país. Otros 75 resultaron heridos con quemaduras. Dos presidentes mexicanos -Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto- prometieron investigar lo sucedido pero el proceso judicial se ha convertido en un callejón sin salida. No hay ni un solo condenado por el caso. Los padres siguen pidiendo justicia. Este es el retrato de tres de esos niños que murieron aquel día. 

Emilia Fraijo, 3 años y 3 meses

Emilia tenía un novio. Se llamaba Paul. Era su vecino. No tenía recato en revelarle a todo el mundo la existencia de la relación. Lo llamaba güerito (rubio) lindo. A esa edad sobran los besos ajenos a los de tu madre y cuando Emilia se acercaba a darle uno, Paul le empujaba. El chico echaba a correr. A Emilia no le importaba. Al día siguiente volvía a intentarlo.

Le gustaba Janis Joplin. Sobre todo sus canciones de blues. Emilia a veces lloraba al escucharlas. Pero cuando actuó frente a su abuela con la guitarra eléctrica y un amplificador que le habían regalado en Navidad optó por algo más rockero: la rola “Perro lanudo”, de Los Rockin Devil’s, un grupo mexicano de los años sesenta. La abuela, que esperaba melodías de Disney, seguía el recital un tanto acalorada. Los padres de Emilia no sabían dónde esconderse. El concierto alcanzó su momento álgido cuando agarró el micrófono con fuerza y entonó una canción de amor culposo: “Tomás ya no te quiero porque estás bien feo”.

Emilia encontraba su sitio en lo exclusivo, en lo diferente. En abril se celebra el Festival de la Primavera y fue a la tienda a comprar un disfraz. El que más le gustó fue el de una mariquita. Rojo con puntos negros y unas antenas coronadas por dos esponjosas bolas. Al llegar a la fiesta de la guardería vio a muchos niños vestidos de leones, cocodrilos, mariposas pero ninguno como el suyo. Solo ella. Celebró la diferencia. No se lo quitó en las dos semanas siguientes y solo aceptó otra vestimenta cuando había rasgado las medias y agujereado la tela del traje.

Su padre le decía al verla “qué onda, changa (mona)”. Emilia había nacido con un pelillo en el cuerpo que poco a poco se le fue cayendo. Ella le contestaba “quihubo mi xocolat”, que era la forma que tenía de decir chocolate a su padre, se entiende que por ser moreno. Los dos pasaban los domingos viendo las películas que ella eligiera y tantas veces como considerara. En una misma tarde podían ver la canción de inicio de Monsters, Inc. más de 20 veces.

Le encantaba el mar. La primera vez que lo vio hacía frío y no pudo hablar en un buen rato. Aquella inmensidad le había causado una honda impresión. Ese mismo carácter trascendental se lo quiso dar a la verdad universal que un día le reveló a su padre, aunque ya todos se lo imaginaban: “Quiero cantar”.

Santiago de Jesús. 2 años y un mes.

Lordi es una banda finlandesa de heavy metal cuyos integrantes parecen sacados de un cuento de Halloween. Visten todos con disfraces de la Edad Media, calzan plataformas, como Marilyn Manson, y cubren sus rostros con máscaras de esqueletos y demonios. Santiago de Jesús podía pasarse la tarde eligiendo entre uno u otro vídeo de la banda, agitando la cabeza y bailando al ritmo de la música.

Santiago tenía bien claros sus gustos. Sopa de lentejas y tacos de carne. Si su madre le daba a escoger entre una camisa y otra, siempre elegía la opción que nunca hubiera escogido ella. Así pasó también con un traje para el festival de primavera. Su madre prefería un disfraz de conejo, pero terminó comprando uno de cocodrilo.

Santiago decidía lo que se comía y se veía en casa. Se colaba entre las piernas de sus padres mientras abrían la puerta para llegar el primero a la televisión y sintonizar su canal favorito, Discovery Kids. Allí pasaban su programa favorito, el de Pocoyó, un personaje al que incluso imitaba en sus movimientos, bailes y en su poca habla.

El suelo de su casa se convertía de vez en vez en una pista de carreras por la que circulaban todos sus coches favoritos. Apenas terminaba de usarlos, los acomodaba en un orden específico, como un estacionamiento, y se molestaba si alguien metía mano a esa alineación. El primer auto que tuvo, lo tomó entre sus manos y se dio la vuelta para mirar con detenimiento como rodaban las llantas.

Aunque le gustaba todo lo que tuviera ruedas, el tren era su medio de locomoción favorito. Santiago veía pasar camiones por la carretera y los confundía con trenes. Son tráileres, le rectificaba su padre. No, son trenes, decía Santiago con la convicción de quien en el futuro quería ser maquinista. O conductor de camiones. El caso era conducir algo. Para Santiago de Jesús los camiones y los trenes se cruzaban en las autopistas.

Germán Paul, 4 años.

La root beer es un refresco fermentado hecho con vainilla, corteza de cerezo, nuez moscada, anís y un par de cosas más. Tiene un sabor extraño, como a ungüento. Germán Paul lo bebía con frecuencia. Una tarde llegó a la tienda de comida de su tío y pidió un hot dog y una root beer. El tío no entendió lo que le estaba pidiendo de beber y preguntó a su padre si podía repetírselo. El chico invadió el espacio visual de su tío queriéndose quitar a los intermediarios y reclamó con todas las palabras lo que había pedido: “Quiero una root beer”.

Germán Paul era un chico de carácter y ordenado. Doblaba su ropa y la colocaba en el armario en función de colores y temáticas. Las camisetas amarillas con los pantalones amarillos. Los calcetines de la película Cars con los zapatos de Cars. Aplicaba el mismo criterio con los juguetes. Su madre algún día intentó vestirlo y se hizo el ofendido, aunque después tuvo que ir a pedirle que le atara los cordones. Nadie es perfecto.

Un día sus padres le dijeron que iban a comprarle un perro pero que había que buscar por Internet qué tipo de raza le convenía más a alguien de su edad. Germán Paul presumió con su amigo Juan Pablo de que pronto iba a tener un perro.

-¿Qué perro?- le preguntó Juan Pablo.

-No sé, un perro bueno- le contestó.

La decisión se postergó tanto que nunca llegaron a conocerse. En su casa ahora hay un perro bóxer, una raza de animales nobles, bondadosos y familiares. Un perro bueno.

Le gustaba que cada cosa estuviera en su sitio, incluso los conflictos emocionales. Una tarde discutió con Juan Pablo y le dijo que nunca más quería volver a jugar con él. Su amigo del alma se fue llorando. La madre, por la noche, le recriminó que fuera tan severo. Germán Paul argumentó que había sido empujado y que no podía consentir tal cosa. No debes pelear, insistió su madre. No debes regañarme si antes no escuchaste mi versión, se justificó él otra vez. Cuando estaba a punto de dormirse, le preguntó a su madre si le perdonaba por pelear. Ella le perdonó y le prometió que siempre iba a escucharle antes de posicionarse en una disputa. Así se arreglaron. Todo en orden.

En la guardería se celebró el día de las profesiones. Germán Paul eligió la de médico. Se colocó un gorro de la Cruz Roja. Cuando fueron a recogerlo se negó a quitárselo. Una profesora dejó que se lo llevara puesto. Llegó la hora de la cena y dijo en la mesa que quería cuidar niños. “¿Cómo cuidar niños?”, le insistió su madre. “Cuidar niños”, respondió con toda la lógica del mundo.

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