Yuste
A cuarenta leguas de Madrid, en las faldas de la sierra del Salvador, y a tiro de bala de cañón de la Villa de Cuacos, se encontraba el monasterio de Yuste. Allí esperó a la muerte el emperador Carlos, V de Alemania y I de España, después de abdicar a favor de su hijo, Felipe, el II.
Tan lejos de 1557, después de un exilo preparatorio en Portugal, después de haber ascendido al trono al también abdicar su padre Juan de Borbón, después de la transición de una dictadura militar fascista al interminable sendero de la democracia, Juan Carlos I, nieto de Alfonso XIII, abdica a la Corona de España a favor de quien será proclamado Felipe VI, hasta hoy Príncipe de Asturias, quien se encontraba en El Salvador en el momento del anuncio que ha desatado neblinas de nostalgia, confirmaciones del paso del tiempo y la eufórica discusión sobre el sentido mismo de esa enrevesada fórmula –para algunos trasnochada e inútil, y para otros, práctica y funcional—de la monarquía parlamentaria en tiempos del iPhone.
Más allá del elefante, las operaciones de cadera, las operaciones fiduciarias de su yerno, la constante coreografía de una puesta en escena constante, el Rey no alude a razones de salud para buscar el relevo de su Corona, sino que argumenta una razón generacional. Son los jóvenes tiempos los que tienen ya en sus manos el futuro de este siglo y quienes sienten lentitud en sus pasos ven en el otoño del monarca la conjunción de los transcursos: sobre la piel de España han estallado pústulas de una imaginería económica pujante que resultó falsa y dañina y sobre la piel del toro se ven las huellas de su pelaje variado: en su Constitución se asienta y asume ser una nación de naciones, donde aún la variedad de quesos, vinos y acentos puede provocar intolerancias insólitas, tanto como concordancias. Es una España donde aún se viven en la piel las muchas décadas de sus hijos en el exilio al tiempo que los telediarios no logran el consenso de piedad que merecen los muchos mártires africanos que buscan llegar a sus costas precisamente para buscarse una vida como quien llegaba al puerto de Veracruz en 1939. España de la quiniela hasta en los comicios y en el enredado griterío de los políticos en las tertulias que televisan todas las noches y todas las mañanas donde el espectador no se entera bien a bien qué defiende quién y qué fue exactamente lo que dijo uno que dicen que dijo que decían que era antifeminista u homófobo y luego, ese patriotismo futbolero donde La Roja puede provocar la inundación de la Gran Vía, al tiempo que en todas las barras de todos los bares se discute la composición precisa de los elementos que juegan en ella: que si la mayoría son blaugranas o merengues, que si hay atléticos o no.
Entre los muchos llamamientos a la cordura y al sosiego que hizo Manuel Azaña por escrito y a grito en cuello en plazas de toros, estrados y cátedras, apuntaba hacia soñar en una España cuyo patriotismo se fincara en “las zonas templadas del espíritu” y ahora Antonio Muñoz Molina añade, con justa razón, “Qué falta nos hace eso que se valora tan poco en el territorio entre cínico y visceral de la política, la templanza”. Templanza, no como sinónimo de desinterés y tibieza, sino como la alquimia que equilibre el agua que quema del hielo que pela. Si España ha de seguir en la consuetudinaria e interminable definición que exige la democracia, ha de superar estos días en que conviven la llorosa nostalgia por el pretérito que simboliza el monarca que se retira a su monasterio lejos de las luces y la desatada euforia por volver a pintar cuanto antes la franja morada de la anarquía sobre la bandera grana y gualda. Para precisamente poder ganar el futuro se ha de digerir con sosiego todo el peso del pasado y aprovechar el presente, hoy mismo, para el libre tránsito de ideas que contribuyan al equilibrio de tantos poderes en juego, esos que luego les da por gritar en estas horas que más bien deberían ser más calladas ante el enigma no sólo de qué pasará, sino de qué ha pasado en este medio siglo que se cierra para bien.
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