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Cartas de Cuévano
Tribuna
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Tuesdays with Joy

Es tiempo de informar que esta columna encierra el nombre de Cuévano como homenaje a Jorge Ibargüengoitia

Es tiempo de informar –sobre todo, a quien no lo haya deducido—que esta columna encierra el nombre de Cuévano como homenaje a Jorge Ibargüengoitia. “Cuévano” es Guanajuato en el universo de su literatura entrañable, esa ciudad subterránea, inmensa hamaca sobre un infinito mar de plata que sigue saliendo de sus minas, ciudad cervantina mestizada en todos los colores de las casas que cuelgan de sus cerros morados. Esta columna se publica los martes, al tiempo en que viajo cada semana a Jiutepec en busca de Joy, metáfora y rutina feliz: viajar en busca de júbilo y la carretera a Cuernavaca se vuelve durante el transcurso en una acuarela de colores pastel, la sorpresa de un naranja, todos los verdes difuminados en las preguntas que voy pensando para armar la conversación de cada semana con Joy Laville, musa de noventa años de edad que se enamoró de Jorge Ibargüengoitia a primera vista, al verlo cruzar la plaza de San Miguel de Allende, hace cincuenta años.

Treinta años duraron casados, pero Joy y Jorge siguen juntos cada martes que confirmo su presencia en pareja. Jorge está en la memoria intacta de Joy, en los cuadros que llenan las paredes con paisajes donde el mar siempre parece una serenidad sin palabras, en las mujeres que Laville ha pintado recostadas durante un instante de sosiego, a punto de soñar o apenas al despertar de una siesta donde presienten que son pintadas por una mujer inglesa que pinta de pie. Jorge está en los aviones que pinta Joy desde mucho antes de que lloraramos todos sus lectores el viaje que lo mantiene supuestamente lejos en las páginas de las enciclopedias. Jorge está en la diminuta silueta del hombre que pasea sobre una tela sin dimensión por el espacio que domina la mirada de la pintora Joy Laville.

Como los buenos escritores, Joy Laville pinta todo el tiempo e incluso, cuando no lleva el pincel en la mano, lleva la batuta invisible de una sinfonía que dirige con su imaginación creativa. Pasa horas contemplando los lienzos que ha de poblar con palmeras inclinadas por una brisa de óleo, playas desiertas que podrían llamarse La Media Luna, y en medio de tanto ruido, la presencia recurrente de una pareja que se saben amados, que se dicen amorosos porque hablan sin tener que hablar y no necesitan verse para posar de frente a todo el azar que les depara el lienzo de sus vidas: se saben vistos por los siglos de los siglos, y apresan el instante en que alguien parece trazar la delgada línea del horizonte que los ubica en un tiempo preciso, en el instante exacto en que caminaban por primera vez las calles empedradas de San Miguel de Allende en un tiempo que ya quedó sellado en las yemas de los dedos de la mujer de noventa años que ilumina su mirada cada vez que ha de evocar –página a página—los párrafos que hilaba Ibargüengoitia en novelas indispensables, cuentos entrañables, obras de teatro que no precisaban llevarse a escena para cumplir con el sortilegio de que sus diálogos son palpables… y dos columnas en periódicos, cada semana el trajín y el deber de entregar historias verídicas, crónicas veraces, reseñas de todo lo verosímil, notas sobre lo inverosímil con el británico afán de vivir de lo que se escribe y espolvorear las páginas del periódico (destinadas siempre a volverse amarillas) con el aroma perdurable de lo imperecedero.

Ibargüengoitia escribía sabiendo que se quedaba entre todos sus lectores que lo sienten cercano con tan sólo murmurar las tramas y los nombres de sus personajes. Ibargüengoitia escribía columnas sobre la metafísica trascendental del plomero que desconchinfla la llave de la tina sabiendo que en Madrid dirían la misma historia sobre un fontanero que averió grifo de la bañera y escribía como un Chesterton de Cuévano sobre el trastocamiento del orden mismo del Universo el día que cambiaron el sentido de una calle en Coyoacán o convertía el largo trayecto de un escritor que intenta cruzar el mar de una ciudad inmensa en un día cualquiera, viajando en en transportes públicos para entregar una reseña sobre una obra de teatro en una bitácora hilarante de un viaje a ninguna parte.

Joy Laville pinta de espaldas a una mujer sin vergüenza alguna. Callada, con el pelo sobre los hombros como una cabellera de noche en medio de tenues tonos de las flores que reposan sobre un librero al lado de la cama, esa mujer parece mirar por una ventana la libertad de toda una vida por delante. Quizá no sepa que la miro cada martes más allá del óleo y que adivino que sus ojos claros a veces lloran despacio la invaluable soledad del silencio, el santuario más íntimo donde los amantes mantienen viva la conversación que los une, esos que parece que caminan sobre un cuadro corto de azules en morado o las figuras inmóviles que acaban de abrir el telón de unas palmeras en medio de manchones verdes. Joy Laville pinta una sola flor blanca que ha florecido su vida en un jarrón solitario, con el cielo de fondo y una mínima voz de la conciencia que convence a quien lo observa de que no se trata de una ventana o el retrato a línea y sin colores que parece el espejo de un escritor de ojos grandes que lo quieren ver todo bajo el telón suspicaz de sus párpados; el escritor que apenas sonríe con la mano apoyada sobre la barbilla, con todo el paisaje delante diluyéndose en colores que se impregnan a la tela de una memoria compartida.

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