Una derrota espectacular
François Hollande ya ha perdido la batalla de la opinión pública, necesita iniciar la de los resultados
La derrota sufrida por la izquierda francesa en las elecciones municipales ha sido espectacular, e implica el fin de un dominio que data de comienzos de los años ochenta a favor de la derecha. Se confirma así una ley no escrita que indica que, en Francia, las elecciones locales intermedias perjudican siempre al grupo en el poder. Así, durante el mandato de Nicolas Sarkozy, la derecha sufrió sus derrotas más duras (21 regiones socialistas sobre un total de 22). El 23 y el 30 de marzo pasados se produjo un vuelco de mayor amplitud en el nivel más básico de la escala, que es el municipio (en Francia hay 36.000).
Este resultado nos obliga a interrogarnos sobre el estado psicológico y político del país, y sobre el Gobierno Hollande.
Se ha sugerido muchas veces que Francia padece una depresión nerviosa colectiva. En todo caso, y pese a que no ha sufrido ninguna política de austeridad, es presa de un catastrofismo permanente. Y devastador. Se ha instalado, a menudo contra la realidad, la idea de un declive irremediable, la sensación de un desánimo imparable, que, en vez de suscitar una reacción, alimenta varios rechazos. Francia se ha convertido en el país de múltiples rechazos, como si hubiera dejado de quererse a sí misma.
Rechazo de la política: es el récord de abstención en unas elecciones, pese a estar orientadas hacia la vida cotidiana y que, hasta ahora, escapaban al desamor de los franceses por sus representantes. Esta “abstención diferencial”, como dicen los politólogos, tiene que ver mayoritariamente con el electorado de izquierda, que, decepcionado por la ausencia de resultados, sobre todo en materia de desempleo, no ha acudido a las urnas. También tiene que ver con la desmovilización de las barriadas periféricas bajo el doble efecto de la ley sobre el matrimonio para todos y la prohibición del polemista y humorista revisionista Dieudonné.
Francia se ha convertido en el país de los múltiples rechazos, como si ya no se quisiera a sí misma
Rechazo al otro, a la apertura: es la Francia del repliegue, la que nutre el voto de extrema derecha. Esta última, al vencer en una docena de ciudades, ha empezado a inscribirse en un paisaje municipal que hasta ahora le era ajeno. Aun así, y pese al entusiasmo mediático del que está siendo objeto, la formación de Marine Le Pen no está en posición de disputar a la UMP, partido de la derecha de gobierno, su posición de principal fuerza de la oposición.
Este rechazo es semejante al que en Suiza recusa a la inmigración, al que en Bélgica proclama su ultranacionalismo y al que en otros lugares sueña con un régimen autoritario.
Rechazo del progreso por otra parte de la opinión pública que se identifica principalmente con los ecologistas. Francia, país de grandes científicos e ingenieros, se apoya cada vez más en el “principio de precaución” que Jacques Chirac hizo inscribir en la Constitución y que se traduce, para los ecologistas, en dogmas como el rechazo de la energía nuclear (cuando Francia es uno de sus líderes mundiales), la prohibición de las investigaciones sobre el gas de esquisto o de los cultivos genéticamente modificados. Los Verdes, que forman parte de la mayoría, han salido reforzados de las elecciones gracias a su victoria en Grenoble —una ciudad conquistada a expensas del PS, no obstante su socio en el Gobierno—, que les condujo a una cascada de promesas electorales que no auguran nada bueno.
Rechazo de la empresa: es una parte del voto tradicional, ayer del partido comunista, hoy del PS, que prefiere denunciar a la patronal pese a que el marasmo económico francés obedece a la escasa competitividad de las empresas galas y a la debilidad de sus márgenes, que paralizan la inversión. Fueron sin embargo un canciller socialista, Helmut Schmidt y, en Francia, un primer ministro socialista, Pierre Bérégovoy, quienes explicaron en su día que los beneficios de hoy generan las inversiones de mañana y los empleos de pasado mañana.
Ahora bien, la protesta en Francia se articula principalmente alrededor de la tasa de desempleo, que solo podrá retroceder duraderamente cuando las empresas vuelvan a invertir. Este es el principal problema que se le plantea a la izquierda: para tener una oportunidad de enderezar el país, necesita llevar a cabo una política socioliberal, cuando esta es sistemáticamente condenada por una parte de sus electores.
Por supuesto, esta visión no da cuenta de toda la realidad francesa, conformada también por un número récord de creación de empresas, una demografía dinámica, una juventud bien formada y una economía que, hoy por hoy, sigue siendo la quinta del mundo. Junto con un sistema de protección social preservado en lo esencial. También es un país que mantiene su estatus en el plano internacional y que asume su parte de liderazgo en Europa. Pero he aquí que Hollande, al revés que Sarkozy, no comunica o, por así decirlo, no transmite. En resumen: aún no ha construido su relación con los franceses. De tal modo que no es capaz de captar a su propio electorado, aunque solo sea porque necesitaría que un número suficiente de franceses comprendiera los esfuerzos que se le reclaman y se armase de paciencia.
François Hollande ya ha perdido la batalla de la opinión pública. Necesita iniciar a toda costa la de los resultados. Solo los resultados obtenidos demostrarán los beneficios, si los hay, de su actuación.
(traducción: José Luis Sánchez-Silva)
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