“Era imposible no sentirse atraído por el carisma de ese hombre”
El afrikáner, que llegó a ser amigo de Mandela, relata en un libro su visión sobre el que fuera presidente de Sudáfrica
Christo Brand no había oído nunca el nombre de Nelson Mandela cuando en 1978 ingresó como guarda en la prisión de máxima seguridad de Robben Island. Aquel joven de 19 años, un hijo de granjeros afrikáner que había mamado el apartheid como el orden natural de las cosas, solo sabía que el preso número 46664 era el enemigo número uno del régimen de Sudáfrica. Las secuencias de su primer encuentro con el peligroso terrorista que resultó ser un hombre de 60 años “cortés y humilde”, del creciente respecto hacia aquel recluso que mantenía su dignidad incluso cuando fregaba suelos o vaciaba las letrinas, de su progresiva admiración, afecto y finalmente rendición ante el personaje, hilvanan el relato que ha escrito el antiguo carcelero sobre una relación que devino en franca amistad. Aunque ya se ha dicho casi todo sobre Mandela cuando está a punto de cumplirse el medio año de su muerte, el libro Mandela. Mi Prisionero, Mi Amigo, que se publica en España el próximo martes, aporta un testimonio personal sobre la gran habilidad de Mandela para convertir a sus enemigos en aliados e incluso en amigos. Sobre cómo el factor humano acabó siendo pieza fundamental de la transición hacia una democracia multirracial.
El preso se dirigía a él como “señor Brand”, y éste le llamaba simplemente “Mandela”. Las férreas normas en la prisión de alta seguridad de Robben Island —enclavada en una isla frente a la costa de Ciudad del Cabo— prohibían tajantemente la comunicación de los guardas con los presos políticos. Pero la primera vez que los dos hombres estuvieron a solas fue Mandela quien rompió el hielo con una actitud “casi paternal”: “Todas las ideas que hasta entonces albergaba sobre él tenían que ver con los disturbios, los atentados y los intentos de acabar con el gobierno, pero ahí estaba, preguntándome por mis orígenes y mi familia, incluso si tenía novia. Me pareció que su interés por mí como persona era sincero”, rememora Brand durante una entrevista en Londres.
El antiguo carcelero admite que “era imposible no sentirse atraído por el carisma de ese hombre que no parecía resentido a pesar de afrontar una condena a perpetuidad, a trabajos forzosos y al aislamiento”. Dotado además de un físico imponente que mantenía en forma gracias al régimen de ejercicio diario que él mismo se imponía, porque Mandela “se regía por su propia disciplina” frente a un sistema carcelario que nunca logró quebrar su determinación. Brand sintió entonces la necesidad de indagar sobre aquel preso y los otros siete compañeros del Congreso Nacional Africano (CNA) condenados en el proceso de Rivonia (1964), todos ellos recluidos en la Sección B de Robben Island con excepción de Denis Goldberg porque era blanco (fue enviado a la prisión de Pretoria). “Ya sé que hoy cuesta imaginárselo, pero mientras desde el extranjero clamaban el nombre de Mandela, en mi mundo cerrado de la comunidad afrikáner no se sabía nada de él o se tenía miedo de hablar”, explica sobre las condiciones precarias en su medio rural del Cabo Occidental que abocaban a una completa enajenación de la política.
El contacto diario con aquellos hombres que a sus ojos resultaban inofensivos “y nunca causaban problemas”, la creciente familiaridad con sus vidas privadas, puesto que Brand era uno de los encargados de leer y censurar la correspondencia que recibían, fue sensibilizándole sobre las condiciones inhumanas del penal. Empezó a hacerles pequeños “favores”, como pasarles algún producto bajo mano, y sobre todo favoreció las charlas con Mandela durante las horas que éste dedicaba a su huerta. Cultivaba verduras para todos, presos y guardianes, y “siempre arrancaba una margarita cuando su mujer venía a visitarle”. Fue durante una de esas visitas cuando se produjo un episodio que consolidó la relación entre el preso y su carcelero: Winnie (la mujer de Mandela) introdujo en la cárcel a su nieta oculta bajo una manta y, rompiendo todas las reglas, Brand permitió que Mandela tomara al bebé en sus brazos. El orgulloso abuelo nunca olvidó ese gesto, que no desvelaría hasta muchos años más tarde, convertido ya en el primer presidente democrático de Sudáfrica.
Cuando Brand acompañó a Mandela en su nuevo destino de la prisión de Pollsmoor (1982) la relación entre ambos ya era abiertamente tolerada por un régimen que empezaba a tantear negociaciones con el CNA. Allí recibió y rechazó su líder la oferta del gobierno de Pieter Willem Botha, de ser liberado si su organización renunciaba a la violencia: “Mandela me dijo que luchaba por la libertad y que moriría antes de convertirse en un traidor”. Los dos hombres siguieron hablando de política a la par que el régimen redoblaba los contactos con Mandela y acabara transfiriéndolo a una residencia a las afueras de Paarl (zona vinícola de El Cabo), donde vivió en condiciones muy cómodas sus últimos catorce meses de confinamiento. Para entonces, hacía ya mucho tiempo que aquel granjero afrikáner, en su juventud reciclado en funcionario de prisiones para eludir el servicio en el ejército, confiaba en que su prisionero deviniera en el líder de una nueva Sudáfrica.
El 11 de febrero de 1990 Christo Brand vio por televisión cómo Mandela se convertía en un hombre libre después de más de 27 años de reclusión. No esperaba volver a saber de él, pero a los cuatro días el héroe del momento le llamó por teléfono. Desde entonces, y hasta la muerte de Madiba el pasado diciembre, no sólo mantuvieron el contacto sino que el flamante jefe del Estado se preocupó de que su otrora carcelero participara en la nueva administración y de que su hijo obtuviera de una beca de estudios. Se llamaba Riaam y hace nueve años murió en un accidente de tráfico. Mandela, que en 1969 había perdido a su primogénito Thembi en iguales circunstancias, telefoneó a Brand para expresarle su pésame. Hubo ocasiones más festivas, como la fiesta del 80 cumpleaños del padre de la nueva Sudáfrica, a la que Brand asistió con si fuera un miembro más de la familia.
A sus 53 años, y después de haber escrito su libro animado por el propio Mandela y su obsesión por la reconciliación, Christo Brand aparece como un tipo sencillo y entrañable, el mismo “hombre bueno” que describe en el prólogo Ahmed Kathrada, uno de los condenados en el proceso de Rivonia. Se emociona al hablar de Madiba, a quien más allá de la amistad se atreve a describir como “un padre”. El hombre que consiguió modificar su percepción, y la de tantos sudafricanos blancos, sobre un sistema opresor y cruel, y sobre su propio país.
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