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Tribuna
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La Rusia (militarista) que vuelve

Lo que ahora se vive en Crimea no es más que un nuevo ejemplo de la voluntad de poder rusa

El presidente ruso, Vladímir Putin.
El presidente ruso, Vladímir Putin.EFE

Mientras la Unión Europea sigue paralizada y sufre un desarme estructural que ya cuestiona su capacidad disuasoria y Estados Unidos acelera su repliegue estratégico (aunque sigue siendo la única superpotencia militar), Rusia está firmemente decidida a volver a ser tenida en cuenta más allá de sus fronteras. Aupada en su riqueza energética (que le proporciona en torno al 50% de los ingresos estatales) e impulsada por la determinación de Putin en estos últimos 15 años, Rusia es el alumno que mejor ha interiorizado los dictados de la geoeconomía y la geopolítica al servicio de su añorada grandeza.

En el primer caso, como hemos visto repetidamente en estos últimos años, ha convertido el gas y el petróleo en poderosas armas no solo para consolidar su influencia en su near abroad (sirva Ucrania como ejemplo), sino también para maniatar a posibles rivales (como Alemania) al hacerlos vitalmente dependientes de sus suministros. Del mismo modo, como ahora observamos en Ucrania, juega con los precios del gas para premiar o castigar a quienes pretende mantener bajo su dominio. Pero también utiliza esa baza para neutralizar cualquier posible alternativa de suministro a Kiev (sea revirtiendo el sentido del gasoducto que enlaza con Eslovenia o construyendo terminales para traer gas licuado desde otros países), dado que siempre podrá hacerlas inviables económicamente con el simple gesto de reducir aún más su precio.

En el segundo, Moscú sigue fiel a la idea de que poder y poder militar son, esencialmente, lo mismo. De ahí su sostenido esfuerzo (apoyado en su condición de primer exportador mundial de hidrocarburos) por modernizar sus capacidades militares, soñando con volver a ser reconocida como una superpotencia. Tras superar el impacto de la caída en el abismo que supuso la implosión de la URSS, en 2000 el entonces recién llegado Putin aprovechó el desastre del submarino Kursk para impulsar una profunda reforma militar que ahora comienza a dar frutos. Su sostenida ambición militarista supone que en el periodo 2013-2016 el presupuesto de defensa se va a incrementar en un 60%. Su prioridad actual se centra en aumentar la operatividad de unas fuerzas cada vez más profesionalizadas y con un armamento más sofisticado, potenciando las unidades de operaciones especiales, sin olvidar las de combate convencional y la modernización de sus fuerzas estratégicas.

Con un presupuesto de defensa que alcanza el 4,4% del PIB (similar al estadounidense, aunque en términos absolutos la cifra total sea casi ocho veces menor) y que supone el 17,8% del presupuesto estatal (se prevé que llegue al 20,6% en 2016), Moscú pretende que para 2020 al menos el 70% de todo su equipo, material y armamento haya sido modernizado. Ese reto se hace aún más exigente cuando se considera que el Ministerio de Finanzas ya hablaba en 2012 de la necesidad de recortar el presupuesto estatal en unos 125.000 millones de dólares hasta 2020, que al menos el 20% del presupuesto es malgastado o robado directamente, que la base industrial es preocupantemente ineficaz (así se explica la compra de los buques Mistral a Francia) o que la caída demográfica no garantiza recursos humanos suficientes y bien cualificados. Pero entretanto ya se perciben realidades como la activación en 2013 de una nueva Task Force en el Mediterráneo, la entrada en servicio del submarino de clase Borei dotado con el SLBM Bulava-M o el reinicio de patrullas aéreas por el Atlántico.

Visto así, lo que actualmente se vive en la península de Crimea no es más que un nuevo ejemplo de la voluntad de poder rusa, incluyendo usos tan novedosos como el empleo de fuerzas militares sin identificación oficial y el hundimiento de un buque antisubmarino propio en la entrada de la ensenada de Donuzlav, encerrando a siete de los apenas 25 buques de la armada ucrania en el puerto de Novoozerne. Putin pretende fundamentalmente neutralizar la capacidad operativa de las débiles fuerzas ucranias, creando una situación de facto que impida refuerzos desde el exterior: controlando las dos carreteras que unen a la península con el resto de Ucrania, los aeropuertos internacionales de Sebastopol y Simferópol y las bases aéreas de Kacha y Gvardeysky.

También, al rodear las principales instalaciones militares busca encerrar a las tropas ucranias en sus cuarteles, disuadiéndolas de intentar cualquier movimiento de fuerza que provocaría un choque frontal condenado al fracaso. Es, en definitiva, una inteligente (aunque totalmente condenable desde el derecho internacional) estratagema para garantizarse más bazas de negociación ante Kiev y sus supuestos aliados, contando con quedarse finalmente con Crimea o, mejor aún, con finlandizar Ucrania entera. Y todo ello sin combates.

Jesús A. Núñez Villaverde es codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH). Sígueme en el blog Extramundi en elpais.com y en @SusoNunez

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