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Columna
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La batalla por Ucrania

El presidente Vladímir Putin ha trabajado sin descanso para resucitar de una u otra manera el antiguo espacio soviético, en el cual Ucrania ocupa un lugar esencial

En febrero de 2005, Vaclav Havel, expresidente de la República Checa, comentaba: Rusia no sabe exactamente dónde empieza, ni dónde termina. En la historia, Rusia se extendió y se redujo. Cuando convengamos tranquilamente dónde termina la Unión Europea y dónde empieza la Federación de Rusia, entonces la mitad de la tensión entre las dos desparecerá. De hecho, la línea de fractura pasa a lo largo de Ucrania. Ucrania es un gran país que, durante mucho tiempo, parecía no saber dónde situarse. Quince años después de la caída del Muro de Berlín, parece indicar hoy que se inclina hacia el mundo euro-atlántico. No creo que los occidentales hayan captado la importancia de la revolución naranja.

Havel tenía toda la razón: a diferencia de los occidentales, Vladímir Putin captó enseguida la importancia de la revolución naranja que, en Kiev, había derrotado a su candidato a la presidencia, este mismo Víctor Yanukóvich que acaba de huir a Rusia, pidiendo a gritos la intervención del Kremlin. Dicha revolución, durante el invierno de 2004 a 2005, hizo fracasar el intento de Putin de sentar a su hombre en la silla presidencial. Ni olvidó, ni perdonó. Para él, la revolución naranja fue el equivalente del 11 de septiembre para los Estados Unidos; se sintió amenazado por un posible contagio y reaccionó para evitar una revolución de color en Rusia; lanzó una violenta campaña antiucrania y una más violenta aún contra Georgia, culpable de haber vivido una “revolución de las rosas”.

Putin interpretó esas dos revoluciones como un complot de Occidente y ha trabajado para tomar la revancha. En 2008 puso de rodillas a Georgia con una brevísima guerra que terminó con el desmembramiento de la pequeña república. Ahora le toca a Ucrania, culpable de una segunda revolución invernal, la de febrero 2014. ¿Es sorprendente? Por desgracia, no. En mi libro Rusia y sus imperios (2007) lo anuncié y lamento mucho no haberme equivocado. En abril de 2005, justo después de la revolución naranja, Putin declaró que la caída de la URSS fue la mayor catástrofe geopolítica del siglo pasado, mayor que las dos guerras mundiales… Ha trabajado sin descanso para resucitar de una u otra manera el antiguo espacio soviético, en el cual Ucrania ocupa un lugar esencial. Para el Kremlin, para el Patriarcado de Moscú y para muchos rusos, Kiev es la cuna de la rusidad; por lo tanto, tarde o temprano, volverá a ser parte de la Federación de Rusia.

La conquista de Ucrania en los siglos XVII y XVIII hizo de Rusia un imperio. Lo que al principio era tutela, se volvió dominación colonial bajo Pedro el Grande y Catalina II. Estrechamente controlada, invadida por colonos rusos, Ucrania perdió poco a poco sus fueros, pero no era Rusia, puesto que conservó, a duras penas, una lengua, una literatura, los restos de una Iglesia independiente. En 1917, zarismo e imperio se derrumbaron, pero lo primero que Lenin negoció con el Ejército alemán en 1918 fue la recuperación de Ucrania; la Ucrania independiente fue conquistada por el Ejército Rojo y la utopía comunista tomó la forma imperial, autoritaria por definición. El imperio creció, creció, hasta el derrumbe de 1991 que empezó con la secesión decisiva de Ucrania.

Zbigniew Brzezinski pudo entonces escribir que el nacimiento de una Ucrania independiente era uno de los tres acontecimientos geopolíticos mayores del siglo XX, después de la disolución del imperio austro húngaro en 1918 y la división de Europa en dos bloques, en 1945. ¿Por qué? Porque su independencia significa que Rusia puede por fin volverse una nación democrática y liberal, al liberarse del fardo imperial. Las hermosas perspectivas de 1991, renovadas en 2005, no son de actualidad en 2014. Asombrado, admirado por la terca resistencia de los ucranios que se manifestaban contra el sátrapa Yanukóvich, confieso que me sorprendió su victoria y que me asustó por tres razones. La primera es la realidad política del Gobierno de Putin y su proyecto de restablecer el dominio ruso en todo el antiguo espacio soviético: controla Bielorrusia y el Cáucaso, Moldavia y Trandnistria. En el caso de Ucrania, Putin tiene el apoyo de la gran mayoría de los rusos.

La segunda razón de pesimismo es la inexistencia de la solidaridad internacional para con Ucrania. Ni los Estados Unidos, ni la Unión Europea harán nada de peso, por más que The Economist invite a la acción: ahora el Oeste debe hacerle ver al señor Putin que ha ido demasiado lejos (22 de febrero). De acuerdo, pero ¿cómo? ¿Mandará Obama sus divisiones aerotransportadas a Kiev? ¿El Tercio español y la Legión Extranjera de Francia volarán para defender la integridad territorial de Ucrania? Cualquier otra medida es tocar la flauta para parar a la tormenta. La tercera razón es la incertidumbre en la cual se encuentra Ucrania en cuanto a sí misma: existe una división real del pueblo ucraniano, cuidadosamente cultivada por Moscú, entre dos polos, un Oeste católico y greco católico, guardián de la lengua y de la idea nacional, un Oriente ortodoxo y rusificado. Havel tiene razón cuando dice que la línea de fractura pasa por Ucrania.

Jean Meyer es autor de Rusia y sus imperios. Centro de Investigación y Docencia Económica (CIDE, México).

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