Libertad de prensa y monopolios
Ahora le toca a Perú. El grupo El Comercio, propietario del periódico del mismo nombre y dos canales de televisión, acaba de adquirir los diarios del grupo Epensa, con lo cual también pasa a controlar el 78 por ciento de la prensa escrita del país. Ante eso, ocho periodistas presentaron una acción de amparo, solicitando la anulación de la compra basándose en el principio constitucional que prohíbe la existencia de monopolios en los medios de comunicación. El caso promete ser largo, judicial y políticamente hablando.
La controversia es importante no solo por Perú—país que parecía estar exento de estos conflictos—y porque ha ocupado la atención de un premio nobel y de su hijo. También importa porque ilustra con elocuencia que la discusión en serio sobre el derecho a la libertad de expresión y su relación con la organización industrial de la actividad periodística ni siquiera ha comenzado. Este debate requiere entender la evolución de los grupos informativos como empresas, al mismo tiempo que se refuerzan los verdaderos principios democráticos; verdaderos en el sentido de la protección de las minorías permanentes y no para sacar ventaja de las mayorías transitorias.
La concentración es consecuencia de la caída de la rentabilidad en la industria periodística, que ocurre desde hace tiempo en América Latina y en todas partes. El cambio tecnológico, las redes sociales, la globalización informativa, el exceso de oferta, entre otros, han obligado a las empresas del sector a desarrollar economías de escala para sobrevivir, formando conglomerados informativos. Se ha convertido en norma, de hecho, la existencia de grupos horizontalmente diversificados—con propiedad de medios escritos y audiovisuales—y verticalmente integrados—que van desde la producción hasta la provisión del servicio de cable y banda ancha.
Pero la concentración empresarial no es exclusiva de los medios de comunicación. También se la encuentra en la banca, en la generación y transmisión de electricidad, y en el transporte aéreo, por citar algunos ejemplos. La analogía subraya, justamente, que el problema fundamental es de mercado y de organización industrial, básicamente un tema de la microeconomía, de agencias de regulación y de legislación anti-monopolios. El objetivo de la regulación en general es aumentar la eficiencia en la asignación de recursos por medio de incrementar la competencia. De no ser posible por la persistencia de economías de escala, entonces la regulación institucionaliza buenas prácticas a efectos de prevenir abusos y proteger derechos, ya sea para acceder al crédito, consumir energía eléctrica y transitar libremente—o bien para informarse, como en este caso.
Los entes regulatorios son siempre independientes y neutrales, como la justicia, la administración electoral y el banco central, lo cual es aún más importante cuando se trata de medios de comunicación. Siendo que la concentración puede producir uniformidad, reduciendo el pluralismo informativo, precisamente por esa razón la regulación nunca puede ser materia de alguna dependencia del gobierno, secretaría de comunicación, información o similar. Cuando eso ocurre, inevitablemente aparecerán los comisarios políticos, aumentando aún más la uniformidad, claro que férreamente disciplinada en favor del gobierno. La resultante es Argentina, donde la autoridad regulatoria hace rato que se enfrenta a un grupo informativo privado, Clarín, pero en colusión con otro grupo económico privado, Cristóbal López; o Venezuela, donde el gobierno, por medio del control de divisas, impide a los periódicos opositores importar papel; o Ecuador, donde la legislación de medios sanciona a periodistas que investigan a funcionarios públicos, como en el reciente caso de Fernando Villavicencio.
En democracia, la regulación nunca puede ser sobre contenidos—ni mucho menos para perseguir periodistas—sino para garantizar la diversidad y el pluralismo. Ello no puede ignorar las restricciones comerciales que se le presentan hoy al negocio periodístico. Tal vez no sea posible incrementar la competencia, pero alcanzaría con garantizar el derecho a la crítica; derecho violado desde el poder con mucha mayor frecuencia que desde el sector privado. Lo que ocurre es que las tendencias a la concentración les han caído de maravillas a aquellos gobiernos de la región que buscan la perpetuación. El pretexto perfecto, mientras denuncian a los monopolios informativos privados, y sus supuestas conspiraciones, van construyendo sus propios monopolios con recursos públicos, claro que con un modelo institucional mucho más cercano a Granma que a la BBC.
Como muestra Freedom House, los índices de libertad de prensa en la región, que crecieron durante las transiciones de los ochenta y en los noventa, han descendido consistentemente en este siglo. Ello se explica por el paulatino silenciamiento de los medios de comunicación independientes, monopólicos o no, y su sustitución por órganos de difusión oficialistas. La distinción entre medios y órganos de difusión no es trivial. En ese contraste yace la diferencia entre democracia y autoritarismo, nada menos.
En definitiva, el monopolio más nocivo ha sido el monopolio del relato: la construcción discursiva de la realidad que viola el principio de simplemente informar sobre ella. En América Latina, el subjetivismo ha dejado de ser una herramienta analítica como tantas otras para convertirse en un canon de acción política.
Hector E. Schamis es profesor en Georgetown University, Washington DC.
Twitter @hectorschamis
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