Democracia en Argentina: treinta años para volver a empezar
La política nunca se recompuso desde la crisis de 2001
Fue un 10 de diciembre de hace treinta años. Llegaba a la presidencia Raúl Alfonsín, de la mano del Partido Radical y el movimiento de derechos humanos. En un país de necios, su discurso fue revolucionario: la tortura y la desaparición no ocurren cuando la constitución está vigente. Su primera decisión fue derogar el decreto de auto-amnistía del gobierno militar y crear la Comisión Nacional de Desaparición de Personas. Sobre el informe de esa comisión actuó la justicia, condenando a las juntas. Si Mandela se conformaría con la verdad y la reconciliación, Alfonsin se animaba a más.
Pero esto era en los ochenta, y los militares conservaban una cuota importante de poder. Los intentos de golpe acorralaron a Alfonsín, obligándolo a terminar con los juicios (punto final) y limitar responsabilidades penales a las jerarquías militares (obediencia debida). La crisis de la deuda y la hiperinflación hicieron el resto, y Alfonsín dejó el poder antes de completar su mandato, y por no estar dispuesto a indultar a las juntas (lo cual haría su sucesor). No obstante, dejó un legado inigualable, una gramática y un vocabulario nuevos: la democracia, y la certeza de que ningún otro orden político garantiza los derechos fundamentales de las personas.
Lo sucedió Carlos Menem en julio de 1989. La inflación mensual era de 190 por ciento y las reservas del Banco Central habían descendido a 500 millones de dólares. Su discurso electoral hablaba de salariazo, pero su política económica fue estabilización, privatización y apertura comercial. Hacia 1991 la inflación se redujo a menos de 4 por ciento; y allí se quedó por el resto de la década. El tipo de cambio fijo apreció la moneda, y los argentinos viajaron y consumieron como nunca. También conocieron lo que era vivir sin inflación, pero se endeudaron como nunca, el problema fue que en moneda extranjera.
Menem sacó ventaja de ello y cambió la constitución para quedarse cuatro años más, gobernando ahora en la recesión. Cuando llegó la hora de partir, también se fue dejando un legado: los países prósperos, los socios de Argentina en inversión, comercio e integración, eran capitalistas. Con diferentes tamaños y tipos de estado, y distintas estructuras de distribución del ingreso y la riqueza, el capitalismo es el nombre del juego que se juega. Que, además, ese legado fuera de un peronista, no fue poca cosa. Argentina había arribado así a un amplio consenso social en favor de la democracia capitalista.
Llegó el radical Fernando de la Rúa en 1999, quien priorizó la estabilidad y mantuvo la misma política monetaria. Argentina comenzó a emitir deuda a tasas de interés exorbitantes para financiar el déficit de cuenta corriente acumulado. La devaluación y el default fueron inevitables. Produjeron la crisis económica más profunda de la historia del país, seguida de la implosión del sistema político. Se fue De la Rúa, pero la sociedad pedía “que se vayan todos”. En rigor de verdad, la política nunca se recompuso desde aquella crisis de 2001.
Eduardo Duhalde—un peronista que llegó a la presidencia en enero de 2002 por un acuerdo parlamentario con Alfonsin, ahora senador—le dio oxígeno al sistema y gobernó la transición. El radicalismo carecía de credibilidad, y con tres peronistas compitiendo entre sí por la presidencia en 2003, el sistema de partidos perdió toda cohesión. Néstor Kirchner llegó al Gobierno con un magro 23 por ciento de los votos, y eso lo obligó al acuerdo con otras fuerzas; la externalidad positiva de la debilidad. Esto hasta la elección parlamentaria de 2005, cuando creyó que un buen resultado electoral era una señal para ejercer el poder a voluntad.
Y así lo hizo, se reestructuró la deuda en default, los precios internacionales se fortalecieron a niveles sin precedentes, y la economía comenzó a crecer a “tasas chinas”, como solían decir los Kirchner. Así idearon un sistema por el cual el matrimonio gobernante se alternaría en el poder, ocho años cada uno por dieciséis años en la presidencia; el nepotismo en su expresión más acabada, el poder como bien ganancial.
De allí en más, la política y el estado se diseñaron en base a la arbitrariedad del matrimonio gobernante. Después de todo, los Kirchner nunca fueron fanáticos de la democracia, excepto en las elecciones ganadas por ellos, y siempre desconfiaron del capitalismo, excepto cuando se tratara de enriquecer a sus socios políticos. Reivindicaron a las víctimas de los setenta, derogando las leyes de punto final y obediencia debida, pero al mismo reduciendo a las organizaciones de derechos humanos a apéndices del estado, desvirtuando su esencia de sociedad civil y contaminándolas con corrupción. Reformaron la Corte Suprema, pero avanzaron sobre ella cuando esta intentó mantener su independencia, y sistemáticamente desobedecieron las sentencias adversas, supuestamente para “democratizar la justicia”. Cuando la inflación y el déficit fiscal comenzaron a crecer, y la pobreza y la desigualdad dejaron de descender, la solución fue inventar las estadísticas. Y cuando la prensa se hizo crítica, la solución fue destruir a las empresas periodísticas, e intimidar y difamar a los periodistas, en este caso para “democratizar la información”.
El legado es un país sin confianza en las instituciones estatales, con un capitalismo que funciona sólo para los amigos y con una economía desquiciada por la ausencia de reglas predecibles y al borde de la crisis. Peor aún, quedan dos años de un gobierno que deja en la sociedad una herencia de descomposición del tejido social, anomia e informalidad; esa es la “década ganada” de los Kirchner. No sólo han sido autoritarios sino también incapaces de administrar el estado y la economía.
La política, a su vez, es un campo de batalla, con un gobierno que por medio de la confrontación constante fragmentó el sistema político y destrozó todo vestigio de civilidad. La Argentina hoy es un monumental síndrome de Estocolmo. Un gobierno que ha tenido a la sociedad como rehén por diez años y que ahora, sin recursos fiscales ni capital político, se muestra sensato y dispuesto al diálogo. Demasiado poco, demasiado tarde para que el rehén crea que el secuestrador no era tan malo. Treinta años más tarde, una generación entera, la democracia argentina tiene que comenzar de nuevo.
Hector E. Schamis es profesor en Georgetown University, Washington DC
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