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Malta: de la patera al calabozo

El Gobierno ingresa en centros bajo custodia militar a los indocumentados. La creciente presión migratoria amenaza con alterar el equilibrio de la isla

MARÍA ANTONIA SÁNCHEZ-VALLEJO, ENVIADA ESPECIAL
Un inmigrante subsahariano, en el centro de detención de Safi, en Malta
Un inmigrante subsahariano, en el centro de detención de Safi, en MaltaDARRIN ZAMMIT LUPI (REUTERS)

El mapa de cicatrices y huesos rotos en la espalda y los pies de Michael Wubseth no invita a averiguar más detalles sobre los motivos que le llevaron a huir de Etiopía. Este opositor de 29 años agarró un día a su mujer y, tras una odisea de 14 meses por el desierto —“a pie, o en la caja de una camioneta con 50 personas más”—, se embarcó en Libia con destino a la Europa continental. Pero su viaje, como el de otros miles de boat people, se frustró en las costas de Malta, donde la pareja vive ahora con su bebé de tres meses en un “centro abierto” para extranjeros, el segundo paso en la política de detención del Gobierno maltés hacia todo indocumentado que llega al país. El primero es más duro: uno de los dos centros de detención con alambradas de espino y custodia policial y militar donde son internados durante meses los irregulares. “Un máximo de 12 meses los peticionarios de asilo, 18 en el caso de los inmigrantes económicos. Pero ninguno llega a cumplir el límite”, explica Joseph Saint-John, director general de Desarrollo y Políticas del Ministerio del Interior.

Michael y su esposa, eritrea, han logrado el estatus de refugiados, por lo que reciben 32 euros por cabeza a la semana, pero no pueden hacer vida normal, “ni alquilar una casa, ni trabajar, no hay ofertas”, cuenta ante la oficina del Servicio Jesuita a los Refugiados, una de las ONG más activas en la denuncia de las condiciones de vida de los recién llegados. Como estas: “En el centro hace mucho frío. En el cuarto no hay cocina, ni lavabo ni sitio para cambiar al bebé. En una habitación vivimos dos parejas con cuatro niños”, denuncia. “Lo único que pretendemos es salir de ahí y alquilar un piso con otros refugiados, pero ningún casero nos quiere”.

Le da la razón, en una calle de la capital, Ahmed T., de 33 años, desertor del Ejército eritreo, que se pellizca el dorso de la mano para intentar explicar su desazón desde que, hace dos años, llegara a Malta tras huir del puesto en que servía, en la frontera con Etiopía. “La gente cree que, por el color, somos como animales. Los malteses son amables, pero algunos nos miran mal, con desconfianza”, dice mientras vuelve a retorcerse un pliegue de piel. Beneficiario de asilo, ha recorrido unos pocos pasos más que Michael y hoy comparte piso con varios compatriotas y trabaja a salto de mata en lo que sale. Ahmed, que como muchos otros extranjeros no se separa ni un segundo de la carpeta donde guarda su documentación —casi una prolongación de su brazo, un escudo—, no pretendía acabar en Malta. “Quería ir a Italia. Pero ahora… ¿ir a otro país y empezar de nuevo? Podría hacerlo, tengo papeles, pero no fuerzas para otro viaje…”, musita. El suyo desde el Cuerno de África a este confín de Europa duró casi dos años.

El Tribunal de Estrasburgo califica la detención de "injusta y arbitraria"

La trayectoria de Michael o Ahmed ilustra a la perfección las características que reviste el fenómeno de la inmigración en Malta, uno de los países de la UE, junto con Grecia, sometidos a mayor presión de entradas ilegales. La inmigración irregular ha llegado en tromba al país más pequeño de la UE (316 kilómetros cuadrados): en la última década, y en especial desde 2011, tras la guerra de Libia, cerca de 2.000 sin papeles han arribado cada año a la isla, a menudo convertida en tabla de salvación para naufragios. Africanos en su mayoría —somalíes, etíopes y eritreos son más de la mitad—, y últimamente algunos sirios, la presión demográfica de los recién llegados sobre un país con apenas 418.000 habitantes y la mayor densidad de población de la UE es un problema que el Gobierno afronta mediante las políticas de seguridad citadas: el centro de detención, los “centros abiertos”, que acogen a 1.600 personas, y, finalmente, una hipotética inserción en la comunidad que no siempre acontece: los recursos son los que son, el turismo (14% del PIB en 2011) y poco más, arguyen las autoridades. De ahí la política de reasentamiento de muchos refugiados, en su mayoría en EE UU (1.455 personas desde 2007), pero también en otros países de la UE: entre 2011 y 2013, Malta ha recolocado en la Unión a 278 refugiados.

Fuente: Ministerio del Interior de Malta
Fuente: Ministerio del Interior de MaltaEL PAÍS

La política de detención sistemática de los indocumentados es blanco de las críticas de organizaciones de derechos humanos. “Pasan directamente de manos de la policía al centro de detención. Hay dos, uno para hombres solos, otro para familias. Son prisiones militares, de máxima seguridad, lo que supone un problema muy serio de derechos humanos”, explica Neil Falzon, responsable de la ONG Auditus. “En esos centros no hay suficiente higiene, ni psicólogos, ni trabajadores sociales, tampoco actividades. Los internos están allí mano sobre mano. La detención no solo es ilegal, sino también el modo más caro de gestionar el asunto: al Estado le cuesta dinero mantener a los extranjeros, y estos a su vez se convierten en seres dependientes”, añade Falzon. Varias somalíes de paseo con sus bebés por La Valeta, la capital, corroboran a su manera, con gestos cómplices y amplias sonrisas, la denuncia de Falzon: en los muchos meses transcurridos desde su llegada a Malta, no han aprendido ni una palabra de inglés. Su dependencia —de los hombres, de cualquier tutor o autoridad— es total.

"Es como si de golpe llegaran a Alemania 400.000 irregulares", alega el Ejecutivo

El Tribunal Europeo de DDHH ha dictado varias sentencias contra Malta por las condiciones inhumanas o degradantes de la detención, y Acnur ha calificado la misma de "ilegal y arbitraria". El Gobierno maltés ha recurrido dos de ellas. “La detención es una cuestión controvertida, nos consta”, asume Saint-John. “Se les detiene por entrar ilegalmente en Malta, igual que hacen otros países de la UE y la comunidad internacional. Pero la mayoría pasa menos de seis meses en un centro de detención. Las embarazadas, los enfermos y los casos dudosos, como los menores, no son detenidos. Pero hay que tener en cuenta la presión que supone para Malta, que por población tiene el tamaño de una ciudad europea, la llegada de 2.000 personas cada año”. Subraya esa dimensión Ramona Attard, portavoz del Ministerio del Interior: “En proporción, sería como si a Alemania llegaran de golpe 400.000 inmigrantes”.

Arracimados en torno a los centros abiertos y en las rotondas de acceso a la capital, a la espera de un capataz que les ofrezca un jornal; a la puerta de locutorios y peluquerías, los africanos —casi siempre en pequeños grupos que se mueven como bandadas de pájaros—, son una presencia aún extraña en la blanca Malta, que forjó su historia y su carácter en la defensa frente a las invasiones extranjeras. “No se les permite entrar en bares o restaurantes, los caseros no quieren inquilinos africanos, y abundan carteles contra su presencia en la isla, como ‘nadie les ha invitado”, explica Neil Falzon. Pero, a la vista de los números, o de la propia geografía humana de La Valeta, o de la triste suerte de muchos, su presencia dista de ser provisional en Malta, esa hermosa isla con topónimos de origen árabe, ecos sicilianos y una luz tan intensa que el sol, en vez de ponerse, parece despeñarse por África, el vecino de abajo.

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