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Tribuna
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La catástrofe egipcia

Los militares esperaron emboscados a que se radicalizara la protesta en los últimos meses

Sami Naïr

Es un golpe de Estado y nada lo puede disfrazar de acto democrático. Los militares egipcios llevaban organizando este golpe desde hace meses; habían trabajado mucho para lograr presentarse como los héroes de la nación, aprovechando las manifestaciones de la ciudadanía egipcia contra la política aberrante del presidente electo Mohamed Morsi. Estos últimos meses, los militares participaron en la represión tanto en contra de los manifestantes islamistas como de los laicos; fomentaron activamente las penurias de agua y de electricidad y, en complicidad con la policía y los servicios secretos, no hicieron nada para evitar los enfrentamientos entre civiles. Esperaban, emboscados, la radicalización de la protesta y tras la inmensa manifestación del 30 de junio en contra de Morsi pasaron a la acción. Desde el golpe de Estado han matado a decenas de manifestantes, y van a seguir, instaurando así un nuevo sistema autoritario en el país.

Por su parte, los Hermanos Musulmanes no están libres de culpa. Llegados al poder, intentaron islamizar las instituciones republicanas del país, imponer una dictadura, blanda pero real, en contra de los demás partidos, monopolizar los puestos más importantes, y algunos no dudaron en aprovecharse del dinero público sin hacer nada para aliviar las horrorosas condiciones de vida de los más humildes. De hecho, gobernaron al estilo de los dos últimos faraones, Mubarak y El Sadat. Pero ni el primero ni el segundo se atrevieron, conociendo la potencia de la tradición estatal egipcia, a firmar el decreto que se otorgó a sí mismo Mohamed Morsi, ¡pretendiendo dirigir el aparato judicial! Además, los islamistas incitaron al odio hacia las mujeres no veladas, no hicieron nada contra los violadores e incluso animaron a estos bárbaros a cometer sus crímenes para “limpiar” el espacio público de toda presencia femenina. Estaban abriendo vía a un fascismo religioso ultraconservador. ¡Y todo ello sin haber desempeñado ningún papel en la revolución que derrocó a Mubarak! Por otra parte, el partido salafista Nur, más fanático y repulsado por no haber podido conseguir una islamización rápida y radical del poder político, se levantó contra ellos y no dudó en aliarse con los militares y los laicos para combatirlos, lo que dice mucho sobre la increíble confusión que domina el campo político egipcio. La realidad es que la regresión religiosa que afecta a este país es una grave amenaza para la transición democrática.

Pero los Hermanos Musulmanes habían ganado las elecciones, si bien con un margen muy estrecho y una tasa de abstención que superaba la mitad de los 88 millones de egipcios. En una democracia clásica, este resultado normalmente habría llevado al vencedor a mostrar un perfil modesto y a compartir el poder con sus adversarios para gobernar. Por el contrario, la incompetencia y la voracidad de los islamistas por adquirir privilegios les llevó a comportarse como los misionarios divinos de su ideología arcaica y autoritaria.

Frente a ellos, los partidos de la oposición laica y liberal, reagrupados en el Frente de Salvación Nacional, también han demostrado divisiones y debilidades. No han sabido organizarse a través de un programa social movilizador; la batalla interna, además de las rivalidades personales, se hace ahora a tres bandas: los partidarios del régimen derrocado de Mubarak, los remanentes del régimen de Nasser, bastante dogmáticos, y los nuevos actores de la sociedad civil, muy divididos. No es casualidad que la inmensa movilización que culminó el 30 de junio haya sido resultado de la iniciativa de jóvenes revolucionarios, libres de pertenencia política, auto-organizados en un grupo llamado Tamarod (rebelión).

El golpe de Estado no soluciona nada, es más, va a radicalizar estos conflictos; los militares no podrán imponer una dictadura porque hay una revolución en curso. Lo peor que podría ocurrir sería una alianza, frente a la represión, entre los salafistas del partido Nur y los Hermanos Musulmanes. En ese caso, probablemente nos encontraríamos ante una guerra civil comparable a la de Argelia (1991-2000). Sería una situación dramática para el pueblo egipcio y la estabilidad en toda la región. La otra vía es sencilla: que los militares devuelvan el poder al pueblo con elecciones legislativas rápidas y que los islamistas acepten la constitución de un gobierno de unidad nacional en torno a un programa de salvación pública. Pero hoy, nada es menos seguro que esta vía de la razón.

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Sobre la firma

Sami Naïr
Es politólogo, especialista en geopolítica y migraciones. Autor de varios libros en castellano: La inmigración explicada a mi hija (2000), El imperio frente a la diversidad (2005), Y vendrán. Las migraciones en tiempos hostiles (2006), Europa mestiza (2012), Refugiados (2016) y Acompañando a Simone de Beauvoir: Mujeres, hombres, igualdad (2019).

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