Espías en la niebla

Al salir del túnel aparece un nuevo paisaje. El ojo tarda en acostumbrarse. Todo parece distinto y nimbado por la niebla de la sorpresa. Orientarse es difícil, y acertar el camino, todavía más.
Entre aliados puede que quepan las guerras geoeconómicas, como la que Alemania está librando contra buena parte de los socios de la UE, pero en principio parecería descabellado que se produjeran ciberguerras entre los propios socios de la OTAN.
Pero no lo es. Algo así debe estar sucediendo tras la niebla que cubre este paisaje nuevo, en el que son borrosas las fronteras entre ciberguerra y espionaje. También otras fronteras, como las que separaban lo público y lo privado, se han vuelto borrosas desde que las centrales de espionaje subcontratan a empresas privadas o utilizan y explotan la información de sus clientes sobre llamadas telefónicas o datos transmitidos por Internet y las redes sociales.
A mayor alcance del espionaje, mayores son también los agujeros del sistema. Edward Snowden es un hijo no deseado de la privatización y de la dimensión colosal del fisgoneo. Su fuga rocambolesca está generando una enorme desestabilización diplomática, pero no debiera desviar la atención sobre la sustancia de sus revelaciones, que iluminan súbitamente el nuevo paisaje del control total.
Las tecnologías son nuevas y nuevos son los hábitos y usos que hacemos de ellas, pero hay algo que es viejo y permanente, y es lo que conforma el núcleo duro de la soberanía sagrada de los Estados, pertenezcan o no a alianzas militares o a uniones monetarias y comerciales. Aquí se espía, sí. Y se espían todos entre sí, los que tienen medios para espiarse, claro. Con títulos públicos o con concesiones privadas.
Los únicos que no se espían entre sí ni espían a los aliados son los países europeos, si nos creemos sus piadosas declaraciones. Tampoco cuentan con servicios de contraespionaje para defenderse de la curiosidad de sus aliados. Y ni siquiera saben cómo defender a sus ciudadanos de la intromisión en sus vidas privadas por parte de las multinacionales tecnológicas que actúan a sus anchas en su mercado abierto y sin fiscalidad.
Despreocuparse de estas desagradables tareas es uno de los privilegios que otorga la vocación de desunión y de irrelevancia de la que los europeos hacemos permanente lucimiento.
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