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Tribuna
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¿Por qué la protesta de Brasil es diferente?

Aquí se manifiestan no por lo que han perdido, sino por lo que aún no se les ha dado, o no del todo

Juan Arias
Protesta simbólica en Río de una ONG contra la inseguridad.
Protesta simbólica en Río de una ONG contra la inseguridad.M. S. (EFE)

La protesta brasileña que se extiende cada día como una mancha de aceite por todo el país, y que tiene sorprendida a la opinión mundial, es diferente de las demás, como por ejemplo la de los indignados de Madrid, la Primavera árabe o la americana de los Occupy.

¿Por qué? Podría decirse que es brasileña, un pueblo con una idiosincrasia especial que no siempre entra ni siquiera en los cánones de los otros países del continente. ¿Tropical? También, pero no sólo.

En primer lugar, la protesta es diferente porque no tiene nombre. La llamamos simplemente “protesta” o “manifestaciones”, porque no ha sido bautizada. No nace, como la de los países europeos, contra los “recortes” y el empobrecimiento de los servicios sociales. Aquí protestan no por lo que han perdido, sino por lo que aún no se les ha dado o porque creen que se lo han dado incompleto. Preferirían que ciertos gastos públicos millonarios se destinaran a las necesidades más urgentes de la gente, incluso los deportivos de la Copa, cuyo mural fue incendiado en Sâo Paulo.

El Mundial ha sido bautizado como “Copa de las manifestaciones”.

Quieren que la justicia exista no sólo para los sin nadie sino también para los que tienen responsabilidad pública.

Es diferente la protesta brasileña porque llega después de haber ya conocido las otras primaveras de contestación del mundo.

Aquí, como agudamente ha señalado el columnista de Folha, Sérgio Malbergier, “la bandera anticapitalista estaba ausente”. Fueron hostilizados los ideologizados tradicionales de izquierdas y se juntaron en la protesta empresarios de corbata con gentes de la favela.

Hasta en el modo de realizarse las marchas a través de las ciudades es distinto, por ejemplo, del de los Indignados de Madrid. Allí los manifestantes se sentaban para elaborar propuestas, discutir reivindicaciones en las que participaban las mentes pensantes de la la universidad. De alguna forma era estática.

Aquí la masa de miles de personas se mueve como en un éxodo bíblico por diferentes puntos de la ciudad, no tiene meta fija, están sencillamente juntos, casi cada uno con su propia pancarta, muchas supercreativas, escritas a mano, en un simple pedazo de papel o cartón: “La corrupción también es vandalismo”, decía una pancarta durante el partido España-Haití.

Las acciones violentas de los pequeños grupos son duras como las que nos tienen acostumbrados a ver en las favelas, por ejemplo, por los narcos o por los vándalos de turno. Una violencia condenada unánimente por el movimiento y que contrasta al mismo tiempo con la sensación de paz, casi de fiesta, que distingue a la inmensa mayoría de las personas que no cesa de hacer llamadas a la paz y que quizás los medios de comunicación destacamos demasiado poco: “Los vándalos no nos representan”, decía otro cartel en manos de una joven estudiante.

Sale la gente a calle a borbotones y permanecen a veces toda la noche, se diría sólo por el placer de estar juntos, con la sensación de disfrutar del sol después que ha descargado la tormenta de rayos y truenos. Cantan juntos y juntos expulsan su rabia.

La olla de presión, que hervía sin que se notara desde hace años, explotó, y ahora que está destapada y de ella han salido los “monstruos”, en expresión de Elio Gaspari, se sienten como liberados y disfrutan juntos de sentir el placer de protestar.

Nadie se lo impidió antes, porque este es un país sin censuras, pero se sienten como liberados de haber escogido ellos la libertad de protestar.

El rechazo a los políticos que aparece más nítido cada día y que revela el divorcio entre la calle y el palacio, debe ser objeto de reflexión a todos los niveles: desde el gobierno a los servidores locales, los más cercanos y responsables de los servicios públicos que no funcionan, y por ello los más adversados. A veces también los más tentados por la corrupción.

No es el de Brasil un movimiento político en el sentido tradicional, ni apolítico. Es post-político. No es contra la democracia sino a favor de una democracia más real y de todos. Como las demás grandes manifestaciones de masas de este siglo en Brasil, tampoco estas tienen políticos, porque son básicamente contra el divorcio entre ellos y la gente.

Si los políticos piensan que pueda tratarse de una ola de protesta que acabará pasando como muchas otras y que, cuando las aguas del río desbordado vuelvan a su cauce, todo puede seguir igual, podría ser un error fatal. A veces la calle no perdona y el monstruo puede tener más de una cabeza.

Tampoco les será posible domesticarla ni capitalizarla. Es, sobre todo, contra ellos.

No es prudente jugar con los que exigen algo de lo que se han convencido de que tienen derecho a ello.

Las declaraciones de la Presidenta Dilma de no demonizarles, y hasta de aceptar algunas de las reivindicaciones concretas, es algo sabio, que en vez de demostrar debilidad frente a los que protestan sin nombre y sin líderes, revela haber entendido que es mejor no jugar con el fuego.

Los mayores responsables de mantener firmes los valores democráticos, como lo son los políticos -pues no hay otra alternativa posible en democracia- deben ser también los más atentos a no equivocarse en momentos delicados como el que se está viviendo.

La toma violenta, primero del Senado y después del Ministerio de Asuntos Exteriores, por parte de los manifestantes, o la destrucción de las sedes de gobiernos locales, es algo insólito en este país. Es grave. Asustó a todos.

Imposible olvidarse en estas horas de convulsión de ue la democracia es un vaso de cristal en manos, a veces, de los que ignoran su propia fragilidad.

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