Marini, último exponente de una casta
El exsindicalista católico, aspirante frustrado a presidente, simboliza un modelo de político rechazado por el centroizquierda
Franco Marini es La Casta. A sus 80 años y 10 días, el frustrado candidato a presidente de la República —propuesto por Pier Luigi Bersani y aceptado por Silvio Berlusconi y Mario Monti— reúne todas las cualidades y defectos que una parte muy amplia de la izquierda —y, por supuesto, los ocho millones de votantes del Movimiento 5 Estrellas de Beppe Grillo— querían erradicar para siempre de la política italiana. De ahí que no se entienda por qué el miércoles, con la nocturnidad del pacto secreto y la alevosía de no contar con su partido, Bersani propuso como sustituto de Giorgio Napolitano a un político que está en las antípodas del cambio que el 24 y el 25 de diciembre pidieron los italianos en las urnas.
Nacido en L'Aquila en 1933, Marini es el prototipo de político italiano, capaz de ponerle una vela a dios y otra al diablo sin descomponer la figura. Empezó a trabajar en el sindicato CISL —del que llegó a ser secretario nacional— antes incluso de graduarse en Derecho. Ya en 1950 se afilió a la Democracia Cristiana (DC) a través de Acción Católica —una asociación pública de fieles que se dedica al apostolado— y desde entonces su carrera, ministro de Trabajo en 1991 bajo el gobierno de Giulio Andreotti, presidente del Senado entre 2006 y 2008, siempre estuvo basada en un pragmatismo a ultranza.
Sus partidarios hablan de su prudencia. Sus detractores, de su equidistancia, de un puño de hierro escondido en un guante de seda, de una capacidad infinita para navegar en las agitadas aguas de la política con un único fin: que el vaso nunca llegara a rebosar. Y de ahí que, ahora, cuando su nombre ha surgido fruto de un acuerdo entre Bersani y Berlusconi, una parte de la izquierda ha puesto el grito en el cielo. No tanto porque estén en contra de Franco Marini, sino porque —como dijo el miércoles el alcalde de Florencia, Matteo Renzi— pertenece a otro tiempo y a otras maneras, al siglo pasado de la política. La diputada del PD Debora Serracchiani fue incluso más gráfica: "Sería la victoria del conservadurismo en un momento en que necesitamos demostrar valentía".
Después de ser ministro de Andreotti y de salir indemne del proceso de Manos Limpias, el exsindicalista católico se las apañó para, pactando unas veces con unos y otras con otros, permanecer en la primera línea de la política, ya fuera en el Partido Popular Italiano —sucesor de la extinta DC— o en El Olivo, la coalición electoral de centroizquierda de Romano Prodi, Massimo D'Alema y Francesco Rutelli. Tras chocar con Prodi, secundó a Rutelli en la fundación de La Margherita y se convirtió en el secretario de organización. En 2006 fue elegido presidente del Senado. Duró hasta el 2008. Aquellos dos años terribles del gobierno de Romano Prodi en los que lidió con paciencia con aquellos senadores de Silvio Berlusconi que descorchaban champán y comían mortadela durante las sesiones.
Tal vez Bersani pensó que su aplomo —ese no molestar ni a unos ni a otros marca de la casa— seguía siendo suficiente. Pero ya no. No a cualquier precio. El "sentido de Estado" puede terminar matando —políticamente— a Bersani. Ese "sentido de Estado" que exhibió en noviembre de 2011 para aceptar el cambio de Berlusconi por Mario Monti y dejar pasar la oportunidad de apuntillar a Il Cavaliere en unas elecciones anticipadas. El mismo "sentido de Estado" que le hizo tragar quina durante más de un año mientras el primer ministro tecnócrata aprobaba leyes que apretaban el cinturón de los trabajadores y dejaban que los poderosos se fueran de rositas… Ahora, el sentido de Estado que reclaman los suyos es que, de una vez y para siempre, deje de regalarle balones de oxígeno a Berlusconi.
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