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Columna
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La Thatcher de Dickens

Hay prestidigitaciones imposibles de hacer con su memoria. No se puede ser thatcherista y europeísta

La señora Thatcher fue un personaje de Dickens y su hábitat natural —como el de Mou— solo podía ser Inglaterra, aunque más propiamente la de mediado el siglo XIX, cuando la segunda revolución industrial vaciaba los campos y llenaba de barriadas suburbiales las ciudades, y en las poorhouses se alojaban niños que pudieron inspirar Oliver Twist. Habiendo nacido, sin embargo, en el primer tercio del siglo pasado, y ocupado Downing St. entre 1979 y 1990, solo una extrema banalización del lenguaje podría convertirla en progenitora de una revolución —o contrarrevolución—. La Dama de Hierro —término acuñado por un periodista del diario soviético Estrella Roja en 1976— no desmanteló, ni probablemente se lo propuso, el Estado del bienestar, y sin ella se habría vivido igualmente el advenimiento del neoliberalismo económico, aunque la señora hiciera pareja con el presidente norteamericano Ronald Reagan para darle carta de legitimidad.

En septiembre de 1979, cuando Thatcher formó su primer Gabinete, se habían perdido 12 millones de jornadas de trabajo por acción sindical, y la inflación estaba en el 17%, tras varios años de Gobierno laborista. A lo que puso fin la hija de un tendero de provincias, metodista de nacimiento, y convicciones capaces de desafiar la razón, fue al consenso de los llamados tories progresistas, de quienes Harold MacMillan había sido el último representante, y de consuno al poder de los sindicatos. El humus de esa operación era el combate thatcheriano contra un sentimiento generalizado de decadencia, que alguien llamó melancolía poscolonial, probablemente asociado a la liquidación de los penúltimos florones del imperio en 1971, con el anuncio de la retirada Al Este de Suez. En esa coyuntura, Margaret Thatcher mostró lo que sus partidarios alababan como “carácter” y sus detractores, “obstinación”; unos “orgullo nacional” y otros “patrioterismo”; y si hablamos de privatización de los ferrocarriles, “eficacia” o “irresponsabilidad de clase”.

En la intersección de conceptos tan contrapuestos, la primera ministra, née Roberts y casada con un hombre de negocios, Dennis Thatcher, que siempre la apoyó en su carrera —tras cada gran mujer suele haber un hombre que mantiene la casa—, innovó también en cuestiones de estilo. No porque fuera la primera mujer que asumiera tan alta carga política en Occidente, ya que su condición femenina solo se hacía notar por los sombreros y bolsos que estoicamente lucía, sino porque ella, o mejor sus asesores, hicieron un uso novedoso del marketing político. Así fue como se hizo famosa por el U turn —cambie usted—, porque, a todas luces, ella “no estaba dispuesta a hacerlo”; o el más historiado que pronunció en la conferencia del partido conservador en 1980: “the lady is not for turning” —la señora no va a rectificar—, que recordaba una obra de teatro en verso, The lady is not for burning —La señora no es para la hoguera—, de Christopher Fry que, aunque estrenada en 1948, se había representado en ocasiones.

Pero nunca gozó del voto de una mayoría indiscutible de sus conciudadanos; su mejor resultado electoral fue un 44% de sufragios, lo que en el sistema británico apaña, en cualquier caso, grandes mayorías parlamentarias. Y, aun así, el mundo tenía que confabularse para depararle sus mayores triunfos. En marzo de 1981 una escisión del laborismo, que formó un efímero partido socialdemócrata, y sobre todo la descabellada aventura del general Galtieri, apodado el Patton del Plata por un aire que se le daba al general norteamericano, que mandó a la tropa a tomar unas Malvinas indefensas en abril de 1982, produjeron, con la victoria de un ejército profesional sobre soldados de reemplazo argentinos, cuantiosos réditos electorales.

Pero más allá de cómo se valoren los méritos de una figura siempre imponente, hay prestidigitaciones imposibles de hacer con su memoria. No se puede ser a la vez thatcherista y europeísta, y menos aún, patriota español. Como oí relatar en una ocasión a lord Dahrendorf, el alemán transterrado al St. Antony’s College de Oxford, la dama “odiaba a los alemanes, despreciaba a los franceses porque no paraban de perder guerras, y desconfiaba de los meridionales”. A quienes han alumbrado la idea de darle su nombre a una calle madrileña, habría que recordar que los únicos emplazamientos de Londres que recuerdan lo español —Trafalgar, Vigo— evocan victorias británicas.

Y los hechos son tan obstinados como la propia dama. La Gran Bretaña que legó a sus herederos en los años noventa es hoy la menos igualitaria que se conoce desde la victoria laborista en 1945.

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