El comandante en el ataúd
Una reportera de EL PAÍS entra a la capilla ardiente de Chávez. El cadáver tiene un aspecto rejuvenecido, vestido con su uniforme militar con su boina roja y con todas sus insignias
El Hugo Chávez del ataúd no se parece al de la última imagen pública de su convalecencia. Luce diez años más joven, como si nunca hubiese sido tocado por la enfermedad que el martes 5 de marzo, a las 16.25 de la tarde y a casi dos años del diagnóstico, provocó su muerte en el hospital militar de Caracas. Le han sido devueltos sus labios carnosos, de cuando besaba a las señoras que ahora se asoman para verle a través del cristal del féretro a medio abrir. Los pómulos, afilados, ya no acusan la tirantez y la inflamación de los últimos meses de tratamiento médico, de los esteroides. Su rostro embalsamado tiene la piel morena, mate, sin brillo, pero con la expresión serena de todos los difuntos: parece dormido.
Los pómulos, afilados, ya no acusan la tirantez y la inflamación de los últimos meses de tratamiento médico
Chávez se lleva a la tumba todas sus insignias militares. La boina roja del cuerpo de paracaidistas del Ejército que utilizó el 4 de febrero de 1992 cuando, siendo teniente coronel, comandó un fallido golpe de Estado contra el Gobierno de Carlos Andrés Pérez. Las charreteras adornadas con dos palmas doradas y una estrella, diseñadas especialmente para él hace tres años, cuando su Gobierno reformó la ley para otorgarle al presidente el grado militar de comandante en jefe. Cruzándole el pecho, la banda roja de la milicia, quinto componente de la Fuerza Armada desde la enmienda a la Constitución de 2011, un cuerpo heterogéneo de combatientes que atendía a sus órdenes directas. Las divisas y condecoraciones que en la tradición de los funerales militares suelen colocarse sobre la urna, en un cojín, para que los familiares las conserven, se las llevará también puestas en su uniforme de gala, verde olivo, con camisa blanca y corbata negra: dos palmas doradas en las solapas, sobre fondo de fieltro rojo, y sobre el lado izquierdo del pecho, las alas de paracaidista mayor.
El ataúd de Chávez estaba en el centro del salón de honor Simón Bolívar de la Academia Militar, custodiado por dos parejas de oficiales, una cruz dorada y cuatro cirios blancos. Allí ha estado hasta este viernes, expuesto a las miradas de sus dolientes —soldados, niños, hombres, mujeres del pueblo— que desde la tarde del miércoles formaron filas de varios kilómetros en los alrededores del velatorio y avanzaron en lenta procesión, de cuatro, diez, doce horas, para ver por última vez a este Hugo Chávez apacible y rejuvenecido.
Lleva puestas en su uniforme de gala las divisas y condecoraciones: dos palmas doradas en las solapas, sobre fondo de fieltro rojo, y sobre el lado izquierdo del pecho, las alas de paracaidista mayor
En las sillas del lado izquierdo del salón estaban algunos ministros y diputados del Partido Socialista Unido de Venezuela, y en las primeras filas, la familia de Chávez: sus dos hijas mayores, María Gabriela y Rosa Virginia, cuatro de sus cinco hermanos y su madre, doña Elena Frías, que dejó la sala a la medianoche del miércoles, escoltada por sus hijos. A esa hora, en el patio interno de la academia se formó una fila paralela oficiales y funcionarios para asomarse al féretro. El general Wilmer Barrientos, jefe del Comando Estratégico Operacional que servía de bisagra entre las tropas y Chávez, se detuvo a saludar a cada soldado. “¿Cuándo llegaste? ¿De dónde vienes?”. Y a darles este mensaje: “No me fallen. Ustedes deben ser soldados estadistas, no porque deban estudiar de estadística, sino porque deben conocer el Estado venezolano. Deben estudiar economía, política, como siempre les decía Chávez, para que esta revolución sea socialista y bolivariana”, les decía el general.
“De aquí no me voy hasta que pueda verlo”, decía Andrés Socorro, 35 años, en la enorme cola
En la mañana de este jueves, las filas de gente para ver los restos de Chávez alcanzaban los barrios más cercanos al Fuerte Tiuna, donde está ubicada la Academia Militar. “De aquí no me voy hasta que pueda verlo”, decía Andrés Socorro, 35 años, profesor de historia para liceístas. Los que esperaban tanteaban las impresiones de quienes ya lo habían visto. “¿Cómo te fue? Cuéntame, ¿cómo quedó?”. “Quedó bello”, respondió Berta Pérez, ama de casa, 46 años, robusta, militante, dueña de una pena profunda, que encontró algo de alivio cuando contempló medio segundo al Hugo Chávez del ataúd.
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