Crisis Financiera: ¿Hacia Dónde Vamos?
No debe sorprender que, incluso después de 2008, los márgenes de utilidad de los bancos en Estados Unidos sean considerablemente altos
La pasada campaña presidencial en los Estados Unidos fue, sin duda, muy amena. Recordará el lector que los meses previos a la exaltación de Mitt Romney a la candidatura del Partido Republicano presenciaron numerosos debates entre diversos aspirantes de ese partido que concitaron la curiosidad del ciudadano informado. Por ejemplo, pocos podrán olvidar la proclama del congresista Ron Paul en la noche que puso punto final a su gesta: “¡todos somos Austríacos!” Se refería el viejo legislador, referente del ala libertaria del partido, a los cánones establecidos por estudiosos brillantes, los fundadores de la escuela austríaca del pensamiento económico. Tenía en mente, con toda seguridad, su fastidio ante la expresa política de la Reserva Federal de ampliar el dinero en circulación mediante compras de bonos del Tesoro o, de los bancos comerciales, sus activos chatarra, léase, créditos hipotecarios, no a precios de mercado sino a sus valores nominales. Lamentaba que tal intervención constituía un estímulo injustificado y contraproducente, un esfuerzo mal disimulado para continuar apuntalando, inmerecidamente, la rentabilidad del sector financiero y, por consiguiente, una violación de los principios del libre mercado. Abogaba, con admirable convicción, que la economía de los Estados Unidos y del mundo entero recobraría su salud con la vuelta del sistema monetario internacional al patrón oro.
El creyente suele darse el lujo de ignorar las consecuencias de una puesta en marcha de lo que predica. Sobre todo en el contexto actual, un retorno al patrón oro ocasionaría un impacto deflacionario de tal magnitud que haría de los grandes trastornos económicos, sociales y políticos sufridos en la década de 1930 su pálida caricatura. En suma, una locura a decir, con toda justicia, de los más renombrados economistas. Sin embargo, pocos pueden disputar que en la decisión del gobierno de los Estados Unidos de suspender la convertibilidad del dólar al oro en 1971 y de eliminar en 1974 los controles a los movimientos de capital fuera de su frontera yacen raíces que explican en buena parte el empinamiento del sector financiero en los Estados Unidos y, a la vez, las crisis recurrentes que ocasiona. En efecto, este sector se ha expandido a la sombra del crecimiento exponencial de las reservas internacionales que han pasado de sumar 100 billones en 1975 hasta alcanzar casi 10 trillones de dólares en 2010. Ha aprovechado muy bien las circunstancias que propician el orden, o mejor dicho, el desorden monetario internacional vigente que circula en el mundo por un circuito sencillo de explicar: la Reserva Federal chorrea los dólares que cubren la brecha entre lo que los Estados Unidos vende y compra de afuera, y sus grandes socios comerciales -- pensemos en la China, que le exporta cuatro veces más de lo que le importa – los aceptan y reciclan a través de Wall Street, desde donde se irriga, cual sostenida transfusión de sangre, un organismo económico que desde hace no menos de tres décadas presenta un cuadro paulatinamente más adicto al creciente endeudamiento. Las estadísticas oficiales lo demuestran: en el mismo período de 1975 a 2010, la deuda total contraída por individuos, gobierno, empresas y el mismo sector financiero pasó del 145 al 363 por ciento del PIB norteamericano, a todas luces un aumento impresionante, hecho posible, sin duda, por una expansión financiera desmesurada, tenuemente conectada a las posibilidades reales de los sectores productivos, y a la vez ajena, como quedara dramáticamente demostrado en la crisis de 2008, a la verdadera capacidad de pago de los deudores.
Crecientes déficits comerciales de los Estados Unidos, el consecuente aumento de los dólares en circulación para financiarlos, y su reciclaje que da pábulo al sostenido incremento del crédito-endeudamiento en la economía norteamericana, conforman un circuito condenado a su interrupción. Se desconoce cuándo ocurrirá pero se posee la certeza de que el sector financiero, por las enormes ganancias que este circuito le depara, tiene el incentivo de que perviva. Así, mientras dure, los grandes bancos comerciales continuarán nutriéndose de él para perfeccionar y potenciar lo que mejor han aprendido a hacer en los últimos años: la creación de la burbuja financiera. Tal se ha constituido en su actividad primordial. La burbuja financiera es el vehículo para impulsar, con altísimos niveles de apalancamiento, el proceso de generación-empaquetamiento-venta de títulos financieros; el medio para embutir crédito en grandes volúmenes que, cuando abruptamente lo contraen, siembran la desolación en países o comunidades enteras; el mecanismo para suministar a la usanza, vaya la alegoría, del que comercia estupefacientes, estimulantes que ellos mismos inventan y que son de dudosa utilidad (piense el lector en esa locura denominada derivada sintética); en suma, el instrumento principal para engendrar las utilidades obscenas, especialmente cuando descargan los activos a precios artificialmente inflados a tiempo, vale decir, justo antes del inevitable pinchazo. Nunca en la historia de la moderna economía de mercado, ni siquiera en las décadas que precedieron el colapso de la economía mundial en 1929, se han originado, como en los últimos veinte años, tan inmensas burbujas y con tanta frecuencia – en los países asiáticos a principios de los años 90, en Rusia y en el sector de la informática a fines de esa década, en el mercado de valores a principios de la década pasada y, más recientemente, en el sector inmobiliario y en los bonos soberanos de la eurozona. En todas estas situaciones los grandes bancos comerciales han salido básicamente incólumes o hasta más fortalecidos, ya sea porque pudieron escapar antes de que la burbuja reventara o, cuando por falta de previsión no lo hicieron, por la fuerte presión económica y política sobre los deudores o la generosidad ilimitada de los programas de rescate.
No debe sorprender por tanto que, incluso después de 2008, los márgenes de utilidad que registran los bancos comerciales en los Estados Unidos sean considerablemente altos, y esto en medio de una lentísima recuperación de los sectores productivos. Así, hacia mediados del 2012, los bancos comerciales reportaban las ganancias más altas obtenidas desde 2007. Tan elevada es la rentabilidad que las utilidades financieras, expresadas como porcentaje de las utilidades generadas por toda la economía norteamericana, ya roza de nuevo el 40% registrado en el umbral de la crisis pasada. Hagamos hincapié que, siendo el aporte del sector financiero al producto interno bruto menor del 10%, esta diferencia del 30% constituye una renta económica muy alta que bien podría volcarse hacia industrias productivas y que es, justificadamente, sujeta a tributación.
Sostenemos que el segundo período del gobierno de Obama será definido, en gran parte, por el destino de esta renta económica que apropia el sector financiero, en el resultado de la puja para protegerla o redistribuirla. Hasta el momento es claro que la gran banca está ganando la partida por la desmedida influencia que ejercen sobre la aplicación de la política monetaria y fiscal, como sobre el diseño de la regulación financiera. Las evidencias saltan a la vista. Obsérvese, en primer lugar, las repetidas intervenciones de la Reserva Federal desde hace dos décadas para, ante señales de iliquidez o insolvencia de cualquiera de los grandes bancos comerciales, sostener en los mercados los precios nominales de los activos financieros. Obsérvese también cómo Wall Street se las ingenió para lograr que el gobierno norteamericano lo rescate de la crisis no solamente a costa del tesoro público sino, de modo inaudito, ratificando cargos y rubricando ingresos y jugosas bonificaciones de los directores y gerentes que la gestaron. Casos del rescate simultáneo de banca y banqueros solamente ocurren en países donde el sector financiero ejerce un poder típico de oligarquías. Entonces no debe asombrar que hayan sido los mismos bancos comerciales que, por disposición del ente regulador, seleccionaron a las firmas consultoras encargadas de investigar la sospecha de fraudes masivos en la generación y administración de los préstamos hipotecarios. Siendo así, tampoco amerita extrañeza enterarse de lo que los medios reportan con frecuencia: acuerdos de los bancos con los reguladores para pagar, a cambio de no ir a juicio, multas por montos que, a la luz de los dividendos descomunales, resultan ser irrisorios. Son casos que constituyen declaraciones implícitas de criminalidad y que, a diferencia de lo sucedido en la década de 1930, no ha sido debidamente sancionada. En definitiva, uno se echa a dormir con el temor de que al día siguiente amanece en la Rusia de Yeltsin.
Entonces, ¿hacia dónde vamos? En los Estados Unidos, hay que descartar, por el momento, el camino que conduce a la opción más sensata que consistiría en convertir a los bancos comerciales en entidades de servicio público rigurosamente regulados con vista a financiar, por ejemplo, nuevas y existentes industrias productivas de alta productividad, con capacidad de generar empleo masivo y bien remunerado. De esta manera, el vasto mercado norteamericano podría sostenerse no en mayor endeudamiento sino en más capacidad de ahorro que el aumento de los ingresos reales haría posible. También, la mayor competitivad de sus empresas contribuiría a disminuir significativamente los déficits del comercio exterior y, de paso, a desacelerar la expansión incontrolable de los dólares en circulación. Por desgracia, descartamos tal transformación porque no hay visos de voluntad política para hacerlo, menos en estas circunstancias de aparente calma en los mercados, porque la captura de facto de la política y regulación financieras es al momento un escollo difícil de superar. ¿Será otro colapso financiero igual o mayor del sucedido en 2008 el detonante para asentar la viabilidad política de esta deseable transformación? Imposible adivinarlo. Se tuvo la oportunidad y se deseperdició. En cuanto a reforma, el primer gobierno de Obama fue mucho más Hoover que un nuevo New Deal.
Vamos en cambio hacia más de lo mismo. Nos encaminamos hacia más tiempo de reinado – cuántos meses, años o hasta décadas, es imposible precisar – de un sector financiero encumbrado y encabezado en los Estados Unidos por cinco grandes bancos comerciales que cantan loas a la disciplina y ventajas del libre mercado pero que violan con impunidad sus preceptos porque en la práctica actúan como los poderosos carteles de antaño. Desde que detonara la crisis, se han hecho sustantivamente más grandes y, por tanto, ante la ímplicita garantía de que el gobierno de nuevo los rescate, más proclives a asumir los elevadísimos niveles de riesgos que subyacen en las operaciones que prometen alta rentabilidad. Seguirán entonces elaborando más burbujas en lo que sea – con los créditos al consumo, a la educación, a la compra de autos, con la compras a futuro de materias primas y metales, de alimentos o, hasta quién sabe, de nuevo con el sector de bienes raíces. El menú es abundante. Asimismo, por la influencia que con bancos grandes de otros países ejercen sobre los gobiernos más importantes, es previsible que seguirán haciendo valer su supremacía frente a los gobiernos municipales y países débiles que se endeudaron con ellos. La severa austeridad fiscal con todos los problemas que ocasiona – baja de la actividad económica, quiebras, incremento de la cesantía, mayor inequidad, malestar social -- es el precio que extraen para hacer cumplir y mantener el valor de los créditos pactados.
Con todo, se apresura el lector si concluye que en el implacable debilitamiento de las economías de los países deudores se encuentra la principal amenaza a la estabilidad económica mundial que a duras penas se pudo conseguir desde 2009, y que continúa siendo muy precaria. Hay otra igualmente, acaso si no, más importante, que radica en el misterio de las derivadas financieras, una invención que se ha asentado en Wall Street y también acogida por el mercado de Londres. En lo fundamental contratos de apuesta sobre valores futuros de cualquier cosa que se pueda imaginar, los bancos comerciales y otras entidades financieras, operando al estilo de la pirámide ponzi, obtienen enormes ganancias creándolas y vendiéndolas, en su gran mayoría, a otras empresas financieras. La distancia que los separa de todo lo que acaece en la economía real es entonces sideral. Son instrumentos cuya valoración se determina, a diferencia por ejemplo de un bono soberano cuyo precio se asocia a la capacidad de pago de los intereses por parte del país emisor, por la actividad puramente especulativa. En fin, son los instrumentos que, por decirlo, engendran “la madre” de todas las burbujas, capaces por consiguiente de hacer no un daño focalizado a tal o cual sector, a tal o cual país, a tal o cual región sino, como se observó en el 2008, al mundo entero. Si el lector tiene duda, observe que la capitalización total de las derivadas financieras, que se ha incrementado exponencialmente en 17,000 por ciento durante los últimos 20 años, ya supera los 700 trillones de dólares. Este monto, que equivale nada menos a 70 veces más de las reservas internacionales y a 10 veces más de la producción anual del mundo entero, es desproporcionado. ¿Quién, en su sano juicio, puede argumentar que no solo la economía norteamericana sino el mundo cuenta con activos que respaldan esta alquimia falaz? ¿Es además necesario subrayar que el 90 por ciento de estos contratos continúan desregulados, sin duda por obra y gracia de Wall Street, y que, consecuentemente, son germen posible de riesgos indebidos, de todo lo camuflado, de rentas extraordinarias sobre las que no tributan?
Estimado lector, la gran banca comercial mantiene su domicilio en Wall Street pero desde hace años opera como si en Las Vegas. Entonces, “las partidas continúan.” Pregúntese si, frente a esta colosal insania, el retorno al patrón oro acaso no representa una opción razonable.
Jorge L. Daly es doctor en Economía Política.
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