Las heridas abiertas de una revolución inacabada
Dos años después, Mohamed Morsi no ha podido dar estabilidad al país La oposición ha tomado las calles en una protesta que se ha tornado violenta
Dos años de revolución y siete meses de nuevo presidente no le han dado a Egipto algo que muchos de sus ciudadanos ya casi han olvidado: estabilidad. Sí, las revueltas dieron lugar a un Gobierno democráticamente elegido. Es cierto, hay una Constitución aprobada en las urnas. La oposición tiene legitimidad para protestar en las calles. Pero resulta ahora claro que tres décadas de régimen de Hosni Mubarak lograron unir facciones e ideales muy heterogéneos que, depuesto aquel dirigente, no logran ponerse de acuerdo en qué modelo político e institucional quieren en Egipto. El resultado: la protesta, que nació con aires pacíficos, ha tomado un cariz violento, y en una semana de disturbios se ha cobrado más de 50 vidas.
En las calles de El Cairo la demanda a corto plazo está clara. “Vete ya”, le cantan los manifestantes a Mohamed Morsi ante el palacio presidencial y en la plaza de Tahrir. Los carteles equiparan al presidente con dictadores y déspotas. En algunas pintadas aparece su faz fundida con la de Mubarak, o con el atuendo de un faraón. Es más difícil obtener de los manifestantes una idea más clara de futuro. ¿Qué debe haber, si no es Morsi? ¿Qué Gobierno garantizaría la estabilidad? ¿Qué presidente no se enfrentaría a más revueltas?
“Nosotros somos los mismos de hace dos años. La revolución no ha cambiado”, explica Ahmed Harara, de 32 años. “Lo que sucede es que el Gobierno no ha hecho lo que prometió. No ha limpiado la podredumbre que corroe a las instituciones públicas. Morsi es un dictador, como Mubarak. La diferencia es que Morsi está al servicio de los Hermanos Musulmanes”.
Harara no es un manifestante más. Es un símbolo de la revolución. Mientras habla, tras él se alza una bandera de dos metros con su faz pintada, los ojos cubiertos por dos parches. Perdió el primer ojo durante las protestas contra Mubarak en enero de 2011. El otro se lo cobró un perdigón en noviembre del mismo año, en las manifestaciones contra el Gobierno militar. Sobre la pupila de su ojo de cristal izquierdo se lee una palabra en árabe, ‘libertad’. “Yo no he hecho ningún sacrificio”, añade. “Hay gente que perdió su vida, esos son mártires”.
El cambio está abriendo profundas heridas en Egipto. Muchos manifestantes muestran una aversión visceral hacia los Hermanos Musulmanes, una agrupación cuyo fin es la islamización de la sociedad y que apoya a Morsi. Fundada en 1928, sufrió ocho décadas de represión, para verse legalizada repentinamente. Ha pasado de la oscuridad forzosa a controlar el parlamento, a tener a uno de los suyos liderando el Ejecutivo y a ver aprobada una Constitución, de corte islamista, a su medida. En ese cambio vertiginoso, ha despertado recelos, y no ha sabido encontrar aun una forma de proyectar su poder de un modo que también incluya a grupos laicos y cristianos.
Muchos de los que protestan en las calles son mujeres, que ven ese vertiginoso ascenso con recelo. “Los Hermanos Musulmanes quieren devolvernos a la Edad Media. Pero no tienen ni idea del papel de las mujeres en este país”, asegura Shahenda Maklad. A sus 74 años no falta a ninguna protesta. Lleva protestando, de hecho, cinco décadas. Es otro icono de la revolución. Ha conocido al Che Guevara y a Jean Paul Sartre. Se ha enfrentado a Anuar El Sadat y a Mubarak. No tiene miedo a nada.
El 6 de diciembre acudió al palacio presidencial a protestar contra la Constitución de Morsi, porque considera que abre la vía para acallar a las mujeres. Un partidario del presidente se le acercó y le tapó la boca con la mano, en una imagen que se ha convertido en otro emblema para los opositores: un Gobierno silenciando al pueblo. “Han aprendido con rapidez las técnicas de Mubarak. Así son, les gustaría taparle la boca a todo Egipto, pero de aquí no nos vamos si Morsi no se va primero”, asegura.
Mientras, la economía se desmorona. La libra egipcia está en caída libre y las reservas de dinero extranjero se agotan. Al Gobierno se le hace difícil seguir pagando los subsidios de gasolina y pan. El turismo, vital para la nación, casi se ha esfumado, por la inseguridad.
“La clave es la economía. Morsi ha empeorado las condiciones de las personas sin recursos”, asegura el Khaled Ali, de 40 años, candidato presidencial en las elecciones de 2012 y veterano activista prodemocrático. “Si Morsi sigue adelante con el tipo de reformas que ha aprobado hasta ahora, será depuesto antes de que acabe su mandato. La revolución no ha alcanzado sus fines. Acabar con Mubarak fue solo un primer paso. Y esta gente no va a parar hasta que se efectúen cambios de verdad”.
Pero, ¿qué cambios puede efectuar Morsi si las calles de El Cairo están permanentemente en revuelta, si Port Said se ha declarado en rebeldía y los tanques custodian Suez? Un juzgado anuló el resultado de las elecciones parlamentarias de 2012 y ordenó que se repitieran. Están programadas para abril, pero la oposición ha anunciado que las boicoteará si Morsi no forma un Gobierno de unidad nacional y deroga la Constitución antes.
Lo cierto es que tampoco puede decirse que la oposición le esté ganando el pulso a Morsi. El presidente y sus partidarios han vencido en todas las ocasiones en que se han presentado a las urnas. Varios grupos críticos con él han formado el Frente de Salvación Nacional, que de momento solo se ha puesto de acuerdo en poner condiciones al diálogo con el Gobierno, sin colocar sobre la mesa propuestas políticas de calado.
“Las transiciones como esta son complicadas. Una vez ha habido elecciones y hay un nuevo presidente, hay un gran segmento de la población al que no satisfacen los cambios y hace demostraciones de fuerza para pedir cambios. No es algo especialmente idiosincrásico de Egipto. Así son muchas transiciones”, explica Sally Abd ElMoez, profesora de Ciencia Política en la Universidad de El Cairo. De hecho, muchos analistas en Egipto temen que la transición acabe siendo como la de algunas repúblicas soviéticas, plagada de reveses, cambios, protestas y golpes de estado, con un largo y duro camino por delante.
Mientras, la vida política de Egipto se desangra por las heridas abiertas del país. La inestabilidad es creciente. El acorralamiento del Gobierno solo va en aumento. Y, en las calles, se detecta cierta nostalgia de antiguos días en los que dirigentes autócratas garantizaban la seguridad, al precio que fuese.
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